La Palabra del Sacerdote Confesión y crisis en la Iglesia

PREGUNTA 1

¿Qué le debo decir al sacerdote durante la confesión? Ya que, si desde la última confesión, no he cometido pecado mortal que me obligue a confesar, ¿cómo dirigirme a él y pedir perdón por mis faltas o pecados —no tan graves, creo yo, como por ejemplo: impaciencia, irritabilidad, desconfianza y criticar al prójimo?

Quiero confesarme más veces al año, además de hacerlo en Pascua, el día de los difuntos y Navidad; pero estoy indecisa sobre qué decir y cómo dirigirme al sacerdote. Deseo por favor que me orienten.



PREGUNTA 2

Quisiera hacerle una pregunta que está relacionada con mi fe. ¿Por qué existe tanta negligencia en la Iglesia con relación al sacramento de la Penitencia? En las misas en las que participo, le puedo asegurar que nunca oí a un sacerdote recomendar a los fieles la práctica del sacramento de la Penitencia, tan saludable al alma. Sinceramente, deseo conocer su opinión; por lo cual le quedo muy agradecido.


RESPUESTA

Las dos preguntas inciden sobre diversos aspectos del mismo tema, pudiendo ser abarcadas en una misma respuesta.

La primera consultante manifiesta el excelente deseo de confesarse más veces al año, además de las tres ocasiones que ella indica. Pero queda inhibida, al juzgar que son materia de confesión solamente los pecados graves. En realidad, los pecados veniales también constituyen materia que puede ser presentada para la absolución del sacerdote. En los casos en que no se le viene a la memoria del penitente ningún pecado, aunque leve, el confesor puede pedirle que confiese nuevamente algún pecado grave o venial de su vida pasada, que pueda servir de materia para la absolución y, por lo tanto, para la validez del sacramento: ¡sin materia para absolver, no hay como dar la absolución! Incluso un pecado ya absuelto suele dejar en el alma secuelas o vestigios que son borrados en una ulterior absolución, así como una ropa ya lavada gana mayor limpieza en un segundo lavado.

Esta comparación es de alguna manera inadecuada, pues mientras los sucesivos lavados desgastan la ropa, las sucesivas confesiones, si son bien hechas, revigorizan el alma, haciéndola cada vez más robusta y resplandeciente.

Dicho esto, se podría considerar la pregunta como respondida. Sin embargo, me da la oportunidad de hacer unas observaciones adicionales que señalan el camino para la adquisición de una pureza de alma aún mayor.

El justo peca siete veces al día, dice la Escritura

En efecto, aunque el pecado venial no rompa el vínculo de nuestra amistad con Dios —es decir, no hace que el alma pierda la gracia santificante (como sucede con el pecado mortal)— no obstante, es como una pátina que se acumula y hace que el alma pierda su brillo. Ésta queda más empañada, menos pura, menos luminosa a los ojos de Dios y de los hombres. Y, por fin, la persona tiene que pagar en el Purgatorio por los pecados veniales que no purificó durante la vida por medio de una penitencia eficaz.

Es verdad que no es obligatorio declarar en la confesión los pecados veniales. Además, el simple hecho de recibir bien los sacramentos de la confesión y comunión borra, al menos en parte, los pecados veniales. No obstante, al hacerlo en la confesión, ellos quedan directamente perdonados. Lo que, además, no exime de hacer penitencia por ellos.

Todo esto muestra la importancia de combatir los pecados veniales. Pero, además de éstos, existe un sinnúmero de imperfecciones que no llegan a constituir pecados veniales, las cuales, sin embargo, también oscurecen el alma. Es en ese sentido que la Sagrada Escritura dice que “el justo peca siete veces al día” (Prov 24, 16). Son faltas leves, o incluso levísimas, cometidas sin plena advertencia o deliberación.

Ahora bien, también éstas deben ser combatidas con vigor, para cumplir aquella exhortación de Nuestro Señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Fíjen-
se bien: ¡la perfección que Jesucristo nos señala como meta que debemos alcanzar es la propia perfección de Dios!

¡Cuán lejos estamos de ello! Es tarea de toda una vida, y para la cual la confesión frecuente, como la deseada por la consultante, es un medio óptimo. Sólo podemos alentarla a que haga uso de ella.

El mundo de hoy está sumergido en la impureza

No se engañe, sin embargo. Además de nuestros impulsos internos hacia el mal, consecuencia del pecado original —que fue borrado por el sacramento del bautismo, si bien ha dejado raíces en nuestro cuerpo y en nuestra alma— tenemos que combatir la oposición del mundo, que hoy está sumergido más que nunca en la impureza.

El alma que quiere ser totalmente fiel a los principios de la moral católica atraerá contra sí la censura del mundo. Ésta se manifestará de modo velado o declarado, de forma insidiosa o violenta, siempre con el objetivo de desanimarnos en el camino de la perfección suprema que Nuestro Señor nos señaló como meta.

El mundo usará contra nosotros las armas del ridículo, de la lisonja o del soborno. Levantará amenazas y llegará hasta la persecución. No descansará nunca, esperando vernos postrados, o al menos vacilantes.

Por eso, San Pedro nos exhortaba: “Resistite, fortes in fide” (Resistid, firmes en la fe — 1 Pd 5, 9). Para esa lucha, la confesión frecuente es, una vez más, un auxilio poderoso, pues nos robustecerá en cada paso.

La presente crisis en la Santa Iglesia

No obstante, ¡cuidado! Cuando el Papa Juan XXIII convocó el Concilio Vaticano II, declaró que lo había hecho para que entrara “dell’aria fresca nella Chiesa” (aire fresco en la Iglesia) (cf. Dominique Chenu, Diari del Vaticano II, a cura di A. Melloni, Il Mulino, Bologna, 1996, p. 73 — apud Roberto De Mattei, Il Concilio Vaticano II, una storia mai scritta, Lindau, Torino, 2010, p. 277).

Esta misma información es corroborada por Mons. Demetrio Valentini, obispo de la diócesis brasileña de Jales, en un artículo titulado Las ideas-fuerza del Concilio, en el cual explica que el Papa Juan XXIII “decía que la Iglesia debía hacer como hace la empleada: abrir las ventanas, sacar el polvo, y dejar que entre aire puro, que es bueno para la salud y deja a las personas mejor dispuestas para el trabajo” (in www.diocesedejales.org.br/portal/content.php?catid=26¬id=984).

¡La perfección que Jesucristo nos señala como meta que debemos alcanzar es la propia perfección de Dios! Es tarea de toda una vida, y para la cual la confesión frecuente es un medio óptimo.

Lamentablemente ocurrió lo contrario. La contaminación y el hollín del mundo eran más densos que el incienso que impregnaba el templo y en él penetraron. Lo reconoció el Papa Paulo VI cuando afirmó, que tenía la sensación de que “por alguna fisura haya entrado el humo de Satanás en el templo de Dios” (cf. Insegnamenti di PaoloVI, Alocución de 29 de junio de 1972, Tipografía Políglota Vaticana, vol. X, pp. 707-709). Y fue más lejos al especificar, en la misma alocución, cuál es el efecto de esa infiltración: “Se creía que, después del Concilio, vendría un día asoleado para la Historia de la Iglesia. Vino, por el contrario, un día lleno de nubes, de tempestad, de oscuridad, de indagación, de incertidumbre”.

El mismo Pontífice se pregunta: “¿Cómo sucedió esto? El Papa confía a los presentes un pensamiento suyo: el de que haya habido la intervención de un poder adverso. Su nombre es el diablo, este misterioso ser al que también alude San Pedro en su Epístola” (loc. cit.).

Ante un panorama tan sorprendente y estremecedor —y atendiendo al pedido de orientación que nos hace la consultante— no causaría sorpresa que un fiel católico, al confesarse, recibiese de algún sacerdote orientaciones contrastantes con lo que siempre aprendió que es la doctrina y la moral de la Iglesia. No son pocos los casos en que eso haya ocurrido.

En el caso de nuestra consultante, parece poco probable que eso venga a suceder, una vez que ya se confiesa regularmente tres veces al año y, por lo tanto, sabe con quien se está confesando. Hago votos para que siempre encuentre una buena orientación. De cualquier modo, la advertencia sirve para otros lectores que, movidos por la gracia del Espíritu Santo, retomen el hábito de la confesión frecuente.

En cuanto al segundo consultante, repase usted con atención lo que más arriba está dicho sobre la actual crisis en la Iglesia, y comprenderá que ésa es la mayor causa de la negligencia de los predicadores en exhortar sobre la importancia —y, más aún, la necesidad— del sacramento de la confesión. Y entenderá que el problema que lo deja perplejo se encaja en una cuestión mucho más vasta. Frente a esta crisis, el fiel católico es invitado a tomar una posición madura y a batallar para que sea resuelta cuanto antes. El consultante hace bien en pedir explicaciones y su pregunta contribuye para que los responsables por esta situación sientan la imperiosa necesidad de dar una respuesta amplia a la perplejidad de los fieles.

La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ya ha emitido importantes documentos sobre el sacramento de la Eucaristía. Tal vez la pregunta del consultante esté mostrando la necesidad de un nuevo documento también sobre el sacramento de la confesión. Porque si un fiel se dirigió a un humilde sacerdote para pedir aclaraciones al respecto, es probable que muchos otros por el mundo entero acogerían con gratitud una cabal exhortación sobre el tema, proveniente de una instancia mucho más autorizada, como es una Congregación de la Santa Sede. Creo así interpretar el deseo de mi interlocutor. 

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Tesoros de la Fe N°131 noviembre 2012


Nuestra Señora de Kibeho Las apariciones, el aviso y el castigo
Nº 131 - Noviembre 2012 - Año XI El hombre no es dueño de su vida Hungría festeja el 120º aniversario del nacimiento del heroico Cardenal Mindszenty Las apariciones de Kibeho, el aviso y el castigo Quien en Dios confía, no será confundido San Odón de Cluny Confesión y crisis en la Iglesia Ambiente aristocrático  ambiente popular



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