Todo sobre Fátima
Tesoros de la Fe Donaciones Tienda
Tienda
¿El coronavirus es un castigo divino? La pandemia y los grandes horizontes de Fátima Mons. Athanasius Schneider: Nos gloriamos en las tribulaciones Cardenal Raymond Leo Burke: Mensaje sobre el combate contra el coronavirus Un remedio eficaz contra la amnesia religiosa Misión diplomática en Londres Regreso a la caligrafía para no perjudicar la educación La Virgen del Apocalipsis y los ángeles arcabuceros del Cusco El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz Milagros Eucarísticos Origen, significado y eficacia del Santo Rosario Descubierta la más antigua plegaria compuesta en honor a la Virgen La Santa Sede reconoce las virtudes heroicas de la hermana Lucía La masacre de la familia imperial rusa La peregrinación, camino de la Tierra al Cielo
El Milagro de la Santa Casa de Loreto
×
El Milagro de la Santa Casa de Loreto
×

Via Crucis
por Plinio Corrêa de Oliveira
 
 

X Estación
Jesús es despojado de sus vestiduras

V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.


Todo, sí, ¡absolutamente todo! Hasta vergüenza debemos sufrir por amor a Dios y para la salvación de las almas.

Ahí está la prueba. El Puro por excelencia fue desnudado, y los impuros le escarnecieron en su pureza. Y Nuestro Señor resistió a las burlas de la impureza.

¿No parece insignificante que resista a la burla quien ya resistió tantos tormentos? Sin embargo, esta otra lección nos era necesaria. Por el desprecio de una criada, San Pedro lo negó. ¡Cuántos hombres habrán abandonado a Nuestro Señor por temor al ridículo! Pues si hay gente que va a la guerra a exponerse a las balas y a la muerte para no ser escarnecida como cobarde, ¿no es cierto que hay hombres que tienen más temor a una risa que a cualquier otra cosa?

El Divino Maestro enfrentó el ridículo. Y nos enseñó que nada es ridículo cuando está en la línea de la virtud y del bien.

Enseñadme, Señor, a reflejar en mí, la majestad de vuestro semblante y la fuerza de vuestra perseverancia, cuando los impíos quieran manejar contra mí el arma del ridículo.


Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.


XI Estación
Jesús es clavado en la Cruz

V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.


La impiedad escogió para Vos, Señor mío, el peor de los tormentos finales. El peor, sí, pues es el que hace morir lentamente, el que produce sufrimientos mayores, el que más infamaba porque era reservado a los criminales más abyectos. Todo fue preparado por el infierno para haceros sufrir, ya sea en el alma, ya sea en el cuerpo. ¿Este odio inmenso no contiene para mí alguna lección? ¡Ay de mí, que jamás la comprenderé suficientemente, si no llegare a ser santo! Entre Vos y el demonio, entre el bien y el mal, entre la verdad y el error, hay un odio profundo, irreconciliable, eterno. Las tinieblas odian a la luz, los hijos de las tinieblas odian a los hijos de la luz, la lucha entre unos y otros durará hasta la consumación de los siglos, y jamás habrá paz entre la raza de la Mujer y la raza de la serpiente… Para que se comprenda la extensión inconmensurable, la inmensidad de este odio, contémplese todo cuanto él osó hacer. Es el Hijo de Dios que ahí está, transformado, según la frase de la Escritura, en un leproso en el cual nada existe de sano, en un ente que se retuerce como un gusano bajo la acción del dolor, detestado, abandonado, clavado en una cruz entre dos vulgares ladrones. El Hijo de Dios: ¡qué grandeza infinita, inimaginable, absoluta, se encierra en estas palabras! He ahí, sin embargo, lo que el odio osó contra el Hijo de Dios.

Y toda la historia del mundo, toda la historia de la Iglesia, no es sino esta lucha inexorable entre los que son de Dios y los que son del demonio, entre los que son de la Virgen y los que son de la serpiente. Lucha en la cual no hay apenas equívoco de la inteligencia, ni sólo flaqueza, sino también maldad, maldad deliberada, culpable, pecaminosa, en las huestes angélicas y humanas que siguen a Satanás.

He ahí lo que precisa ser dicho, comentado, recordado, acentuado, proclamado, y una vez más recordado a los pies de la Cruz. Pues somos tales, y el liberalismo a tal punto nos desfiguró, que estamos siempre propensos a olvidar este aspecto imprescindible de la Pasión.

Conocíalo bien la Virgen de las vírgenes, la Madre de todos los dolores, quien junto a su Hijo participaba de la Pasión. Conocíalo bien el Apóstol virgen que a los pies de la Cruz recibió a María como Madre, y con esto tuvo el mayor legado que jamás fue dado a un hombre recibir. Porque hay ciertas verdades que Dios reservó para los puros, y niega a los impuros.

Madre mía, en el momento en que hasta el buen ladrón mereció perdón, pedid que Jesús me perdone toda la ceguera con que he considerado la obra de las tinieblas que se trama a mi alrededor.


Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.


XII Estación
Jesús muere en la Cruz

V. Nosotros os adoramos, oh Cristo, y os bendecimos.
R. Porque por vuestra Santa Cruz redimisteis al mundo.


Llegó por fin el ápice de todos los dolores. Es un ápice tan alto que se envuelve en las nubes del misterio. Los padecimientos físicos alcanzaron su extremo. Los sufrimientos morales alcanzaron su auge. Otro tormento debería ser la cumbre de tan inexpresable dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?” De cierto modo misterioso, el propio Verbo Encarnado fue afligido por la tortura espiritual del abandono en que el alma no tiene consolaciones de Dios. Y tal fue este tormento, que Él, de quien los evangelistas no registraron ni una sola palabra de dolor, profirió aquel grito dilacerante: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonasteis?”

Sí, ¿por qué? ¿Por qué, si era Él la propia inocencia? Abandono terrible seguido de la muerte, y de la perturbación de toda la naturaleza. El sol se veló. El cielo perdió su esplendor. La tierra se estremeció. El velo del templo se rasgó. La desolación cubrió todo el universo.

¿Por qué? Para redimir al hombre. Para destruir el pecado. Para abrir las puertas del Cielo. El ápice del sufrimiento fue el ápice de la victoria. Estaba muerta la muerte. La tierra purificada era como un gran campo devastado para que sobre ella se edificase la Iglesia.

Todo esto fue, pues, para salvar. Salvar a los hombres. Salvar a este hombre que soy yo. Mi salvación costó todo ese precio. Y yo no regatearé más sacrificio alguno para asegurar salvación tan preciosa. Por el Agua y por la Sangre que vertieron de vuestro divino Costado, por la llaga de vuestro Corazón, por los dolores de María Santísima, Jesús, dadme fuerzas para desapegarme de las personas, de las cosas que me pueden apartar de Vos. Mueran hoy, clavadas en la Cruz, todas las amistades, todos los afectos, todas las ambiciones, todos los deleites que de Vos me separaban.


Padre Nuestro, Ave María, Gloria.
V. Tened piedad de nosotros, Señor.
R. Señor, tened piedad de nosotros.
V. Que las almas de los fieles difuntos por la misericordia de Dios descansen en paz.
R. Amén.


<< Estaciones VII, VIII, IX

Estaciones XIII, XIV >>