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Caprichos de la infancia R.P. Raúl Plus SJ
Rudyard Kipling, autor británico de cuentos infantiles y Nobel de Literatura de 1907, escribe a manera de exordio en el primer capítulo de sus Memorias: “Dadme los seis primeros años de la vida de un niño, y yo haré lo restante”. ¡Cuánto deberían meditar sobre esto los padres! ¿A qué se debe que Kipling pueda hablar así? Existe, evidentemente, la cuestión de la herencia. Todo hombre es heredero, y todo hombre es antepasado. Los hijos se parecen a los padres. Ya he pensado sobre esto. Existe, —segunda forma de influencia— la formación que antes del matrimonio se procuraron el padre y la madre. “¿Cuándo empieza la educación de un hijo?”, preguntaron a Napoleón Bonaparte. Y contestó: “Veinte años antes de su nacimiento, mediante la educación de la madre”. De la madre. Y también del padre. Pero sobre todo de la madre, porque en manos de ella vive el hijo hasta la edad de seis años. ¡Grave error el de permitir que la voluntad del hijo ceda a todos sus antojos! Dirá usted que no entiende nada; que no se puede hacer entrar en razón a un niño que aún está en la cuna. No es verdad; antes pueden enseñarse a un niño muchas cosas ya desde la cuna. No precisamente haciéndole razonar, sino haciéndole acostumbrar. Imaginemos a dos madres, ambas en posesión de un hijito. Como es natural, uno y otro gritan cuando quieren manifestar un deseo. En uno de los dos casos, la madre, segura de que ha satisfecho todas las exigencias legítimas del niño, le deja gritar; el crío quisiera adelantar en unos minutos la hora de mamar o de chupar el biberón. No lo logrará; el biberón le será servido a la hora señalada, y no antes. El chiquillo, sintiendo que no se le da atención a sus llamadas, opta por callar. En el otro caso, no bien el bebé rompe a llorar, la madre no sosiega. No puede resistir un solo grito de su hijo. En vez de criarlo para él, lo cría para sí, porque sufre demasiado oyéndole llamar, o porque los gritos la aturden, la molestan. Cede y está perdida. El pequeñuelo se tornará horriblemente antojadizo. Más tarde no podrá con él. En vez de ceder, la postura sería: “Grita cuanto quieras, hombrecito mío; ya sé que nada necesitas”; y esta actitud no se inspiraría, por supuesto, en la pereza, sino en el afán de educar bien. Esto no pasa de ser un detalle; pero obre así la madre en todo cuanto haga, o sea con la exclusiva mira del bien del hijo. A los seis años, este habrá aprendido a obedecer. Y si la madre, siguiendo progresivamente el desarrollo del niño, le ayuda a desenvolver su tierna libertad, habrá ganado la partida. Pero no estará todo acabado. Puede decirse que no ha hecho más que empezar, aunque habrá dado un paso muy importante. Hasta ahora se ha hecho labor de adiestramiento, desde luego necesaria. Ahora seguirá la educación verdadera. Si se fracasó en los principios, la segunda educación será casi imposible. Es tan imposible levantar un edificio sólido sobre un volcán, como formar una voluntad firme en una naturaleza siempre frenética y habituada al capricho. Será poco menos que inútil intentarlo. Kipling está en lo cierto. A la luz de su juicio rectificaré, si es preciso y aun estaré a tiempo, mi manera de obrar.
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 565-567.
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