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Amor o instinto maternal R.P. Raúl Plus SJ
Una madre de familia, insigne y fina educadora, escribe: “No se logra hacer de los hijos todo aquello que una desearía, y a veces ni siquiera se hace de ellos nada de lo que una se había propuesto. La educación, en el orden especulativo, ofrece muchos encantos; pero ¡cuántas espinas se cosechan en la práctica! Se da con tantos obstáculos, que el hecho de no desanimarse ya es mucho en esta materia”. La más importante de las cualidades que hemos de suscitar en el niño es la confianza. “Un niño siempre tiene defectos. Estos se desarrollan con la edad; se destruye uno, y otro aparece. Lo que conviene desarrollar, ante todo, es la confianza; una confianza que haga dócil al niño por la sola persuasión de que nada hay mejor para él que las acciones de su educador, quien, cuando parece torturarlo o contrariarle con extremada dureza, no hace otra cosa que llevar a ejecución una excelente norma de conducta. La educación más suave no es la más saludable, y dista mucho de serlo. La adversidad, los obstáculos, son útiles en todas las edades; pero lo son principalmente en la niñez, por cuanto reprimen las inclinaciones violentas y ejercitan una voluntad poco dueña de sí misma. Si consideramos las cosas a la luz de Dios, la adversidad da una pincelada de mano maestra; lo que la virtud ha grabado, queda por ella revestido con plancha de oro. Mas, ¿dónde hallaremos la mujer enérgica capaz de instruir a sus propios hijos? Las madres son demasiado tiernas para ser educadoras perfectas; mejor dicho, su ternura contiene algo demasiado sensible, donde diríamos que se perpetúa el eterno antagonismo entre el hombre espiritual y el hombre carnal. El amor maternal es trabado con harta frecuencia por el instinto maternal, que protesta y le impide obrar con la energía que sería de apetecer”. Es de notar la distinción entre el auténtico amor maternal, en el sentido completo de la palabra, y el instinto maternal. La autora de las líneas precedentes lo tiene muy en cuenta; una de sus hijas es singularmente díscola, y usa con ella la energía necesaria, como con los demás hijos. “Me impondré el deber de no mostrarme demasiado débil o demasiado benigna, ni de ceder a todas sus veleidades. Procuraré explicarle el porqué de ello; pero me convenceré de que le presto un servicio poniendo algunos obstáculos a sus deseos. La amistad dictará mi norma de conducta; espero que la amistad la hará soportable. “Si temo para Lorenza los inconvenientes de un carácter recio y de las tendencias de un espíritu que promete ser muy abierto y curioso, no dejo de temer para su hermana los defectos de un temperamento más condescendiente y ávido de alabanzas. ¿Sabrá resistir con la energía de que yo la quisiera dotada? Dios mío, no puedo adivinarlo; pongo en vuestras manos sus intereses, al par de los míos”. He aquí lo que se debe hacer: Tender a adoptar para cada hijo el método capaz de asegurar el mayor éxito; y hecho esto, confiar en la Providencia.
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 577-579.
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