Vidas de Santos San José de Calasanz

Insigne fundador y fiel discípulo del Redentor padeciente

Hay santos como José de Calasanz que, aunque practicaron de manera eximia las virtudes en grado heroico y fueron amados y respetados en vida, mueren despreciados en la obra admirable que fundaron. Este gran santo fue víctima de una revolución igualitaria, llevada a cabo por miembros de su propia orden, en un movimiento de lucha de clases. Finalmente, vio de manera conmovedora, que la máxima autoridad religiosa de la tierra extinguiera aquello a lo cual había dedicado lo mejor de su existencia

Plinio María Solimeo

Fue con sorpresa que los habitantes del palacio del nobilísimo D. Pedro de Urgel, barón de Peralta de la Sal, en la católica España, vieron en 1561 a su hijo de cinco años de edad, corriendo por la casa armado con un puñal, que había tomado de la panoplia paterna, detrás de algo. ¿De qué? Se preguntaron a sí mismos.

De noble estirpe guerrera, la sangre bélica bullía en sus venas. Dotado también de un profundo sentido religioso, había oído que el demonio, enemigo de los hombres, buscaba en todas partes y por todos los medios posibles llevarlos a la perdición eterna. Había resuelto, entonces, como buen hijo de batalladores, aniquilarlo. Al llegar armado de esta manera al ático del inmenso edificio donde solo había trastos y cosas en desuso, vio de repente, desde un rincón, salir volando a una figura negra con alas —probablemente un murciélago— en despavorida fuga: “¿Huyes, cobarde? ¿No te atreves a arrostrar mis iras?”, le interpeló con desprecio el valiente campeón de pantalones cortos.1

Este trazo muestra el temple de alma de este intrépido soldado de Jesucristo, que de tantas maneras causaría mucho daño al demonio y que este lo perseguiría hasta el fin de su larga existencia.

Le correspondió la gloria de “haber abierto la primera de las escuelas gratuitas para niños del pueblo”, y gracias a él “la religión puede decir que la enseñanza de los pobres le pertenece por derecho de nacimiento y de conquista”.2

De España al centro de la Cristiandad

El joven hijo del barón de Peralta, habiendo estudiado en las mejores universidades y dominado perfectamente la lengua latina, se doctoró en derecho civil y eclesiástico. Un conceptuado biógrafo del santo observa que él, “escucha a los teólogos, discute con agudeza los sutiles problemas de la metafísica, hace versos, frecuenta el trato de los hombres sabios y santos, y a los veinte años tiene todo el prestigio de los grandes maestros. Alto, robusto, atlético, ancha espalda, organismo de acero, cabellera rubia y abundante, José parecía llamado para aumentar con bélicas hazañas los blasones de sus antepasados”.3 Sin embargo el brillante estudiante había resuelto seguir la carrera eclesiástica.

Pero, al fallecer el mayor de sus hermanos, su padre quiso forzarlo a casarse para sustituirlo en la baronía y asegurar la dinastía. José se encomendó a la Reina del Cielo, de quien era devotísimo. Fue atacado entonces por una enfermedad mortal, que lo llevó al borde del sepulcro. Cuando todos lloraban a su cabecera, preguntó al padre si le permitiría seguir su vocación en caso que se curara. El barón, que ya veía a su hijo difunto, con lágrimas en los ojos concordó. Contra toda esperanza, José empezó a recuperarse tan rápidamente, que en poco tiempo se preparaba para el sacerdocio. Así recibió la ordenación sacerdotal el año 1583.

Después de trabajar en las diócesis de Huesca, Albarracín y Urgel, atendiendo a una voz interior, el heredero de los Calasanz se trasladó a Roma, donde llegó a ser teólogo del cardenal Colonna. Para satisfacer su extrema caridad, ingresó en varias archicofradías piadosas para la atención de presos, enfermos y niños.

Detalle del altar mayor de la iglesia de San Pantaleón, en Roma; la urna de pórfido de la base acogió el cuerpo del santo a raíz de su beatificación

Congregación de las Escuelas Pías: obra providencial, con futuro, traicionada

Al pasar por la zona del Trastévere, barrio popular de Roma, en sus obras de caridad, José sentía el corazón oprimido al ver a niños vagabundeando por las calles, sin instrucción y expuestos a todos los riesgos y vicios. Intentó conseguirles un lugar en las escuelas subvencionadas por el Poder Público, pero enfrentó las mayores dificultades. Concibió entonces el plan de fundar una escuela enteramente gratuita para niños, encontrando eco en el párroco de Santa Dorotea, que se asoció a la iniciativa.

Poco a poco el número de alumnos fue creciendo y otros dos sacerdotes se unieron a ellos. Entonces, se volvió necesario mudarse a un local más amplio; le ofrecieron el Palacio Vestri, junto a la iglesia de Sant’Andrea della Valle. Con la llegada de más auxiliares, tomó cuerpo la Congregación de los Pobres de la Madre de Dios y de las Escuelas Pías, que el Papa Paulo V “quiso se llamara Paulina, honrándola con su nombre, para dar a entender que era obra suya”.4

Los flamantes religiosos enseñaban a los alumnos las primeras letras, aritmética y gramática, instruyéndolos al mismo tiempo en los principios religiosos y las buenas costumbres.

Al principio, la obra de san José de Calasanz recibió el aplauso universal y la protección de cardenales, príncipes y nobles. Hubo en un comienzo gran número de candidatos de esa clase social, que fueron modelos de perfección. Asimismo, el santo difícilmente podía atender a todos los pedidos de fundación por la falta del suficiente número de religiosos.

“Lucha de clases” interna: hermanos legos versus clérigos

La última comunión de san José de Calasanz, Francisco de Goya, 1819 – Óleo sobre lienzo, Museo de la Residencia Calasanz, Madrid

A los 20 años de fundación, las Escuelas Pías ya se habían difundido por la mayor parte de las ciudades italianas, por Francia, Alemania, Hungría y Polonia, y evaluaba insistentes pedidos para su establecimiento provenientes de España y Bohemia. El fundador escribía a un súbdito que, “si me hallara con diez mil religiosos, en menos de un año tendría en donde emplearlos”.5

Contribuía a la popularidad de esta obra, el hecho de que su fundador era un taumaturgo a quien se le atribuían estupendos milagros, inclusive resurrecciones.

José de Calasanz pedía constantemente a Dios la gracia de morir clavado a la cruz, con Nuestro Señor Jesucristo. Esa cruz le vino de parte de quien menos podía esperar: ¡de sus propios hijos! Imitó así al Divino Redentor no solo en la Crucifixión sino también como víctima de la traición de nuevos Judas.

A pesar de poseer todas las gracias inherentes al fundador de una Orden, la Providencia permitió que san José de Calasanz, a fin de atender las continuas demandas, aceptara en su congregación, sin mayor selección, principalmente para hermanos legos, a personas que después le causarían enorme tristeza. Pues, más adelante, debido a la escasez de personal docente, comenzó a emplear a los más cultivados de estos hermanos legos en la docencia.

Así promovidos, olvidándose de todo espíritu religioso, iniciaron una revolución interna en la congregación. “Al principio, los alborotos tuvieron un carácter que pudiéramos llamar democrático y social. Fue una lucha de clases de [hermanos] legos contra clérigos, de coadjutores contra sacerdotes”.6 Los hermanos legos promovidos primero quisieron obtener el privilegio de usar sombrero, como los profesores sacerdotes. Les fue concedido. Exigieron entonces la tonsura, que con esfuerzo obtuvieron. Aspiraron en seguida al sacerdocio. Y, “resueltos a conquistar la igualdad suspirada, empezaron a conjurar, a rebelarse, a inquietar el instituto y a buscar los apoyos de las gentes del siglo”.7 La rebelión llegó incluso a la agresión física.

“Comprendiendo que había sido demasiado fácil en la admisión del personal, el fundador se esforzaba ahora por seleccionarle, animando a los disidentes a pasar a otras órdenes, y mostrándose más riguroso con los novicios. ‘No temáis —escribía a sus lugartenientes— abrir cien puertas en lugar de una para que salgan todos los religiosos y cerrar noventa y nueve y media para permitir la entrada a los que se presenten’”.8

Un provincial ambicioso lidera la rebelión

Objetos del santo conservados en la Casa Madre de la Congregación de las Escuelas Pías, en Roma

Como siempre sucede, pronto surgió un personaje ambicioso: uno de los provinciales del santo, aprovechándose de la situación, lidera la rebelión. “Su caso es tan monstruoso como increíble su triunfo”, comenta el mencionado biógrafo.9 Apoyado nada menos que por el Santo Oficio, obtuvo la prisión del venerado fundador en las cárceles de la Inquisición.

El pueblo de Roma vio atónito a aquel anciano de 86 años de edad, hasta entonces uno de los hombres más populares de la ciudad, al cual veneraba como santo, ser llevado como prisionero por las calles, con sus cuatro principales asesores. Fueron liberados esa misma tarde y cargados en triunfo por el pueblo, sin embargo… el santo fundador se veía destituido del cargo de superior perpetuo, pasando a convertirse en un simple religioso, mientras los jefes rebeldes asumían las riendas del gobierno.

Hubo reacción, principalmente de parte de algunos príncipes, el Pontífice Inocencio X, que sucedió a Urbano VIII, encargó a “una congregación de cardenales, que entendiera en las cosas de la Orden [es decir, que estudiara la cuestión]; los cuales acordaron que el siervo de Dios debía ser reintegrado en el generalato con sus cuatro asistentes depuestos. No obstante... no solo no tuvo efecto esta resolución, sino que, exageradas de los émulos las turbaciones domésticas, y fomentadas o no corregidas del segundo visitador, en el año de 1646 expidió el Sumo Pontífice un breve, reduciendo la orden de las Escuelas Pías a congregación de sacerdotes seglares, como la de san Felipe Neri”.10

En otros términos, de religiosos con los tres votos y obediencia al superior de la congregación, pasaron a ser sacerdotes seculares, bajo la dependencia de los ordinarios locales… Era el fin de su obra.

Desquite de la Divina Providencia: restauración post-mortem de la Congregación

Habitación que ocupó en vida san José de Calasanz, en la casa de la Congregación General en Roma

El calvario de san José de Calasanz llegaba a su fin. Asistió con tranquilidad a la extinción de la obra a la cual había dedicado medio siglo de su existencia, viendo en todo lo ocurrido solamente la voluntad de Dios.

Murió a los 92 años de edad, alegre, pues tuvo una revelación —que comunicó en su lecho de muerte a los presentes— de que su obra resucitaría. Y así fue, pues en 1656 su querida congregación fue restaurada.

La honra de Dios y de su fiel servidor fueron desagraviadas con la beatificación de José de Calasanz, en 1748, y su posterior canonización el 16 de julio de 1767, menos de veinte años después.

¿Qué sucedió con sus torturadores? Ciertamente, ya prestaron serias cuentas a Dios por sus actos, y no dejaron rastro de sus nombres para la posteridad…

 

Notas.-

1. Fray Justo Pérez de Urbel OSB, Año Cristiano, Ediciones FAX, Madrid, 1945, t. III, pp. 454,455.

2. Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, París, Bloud et Barral, 1882, t. X, p. 265.

3. Pérez de Urbel, op. cit., p. 455.

4. Eduardo María Vilarrasa, La Leyenda de Oro, L. González y Cía., Barcelona, 1897, t. III, p. 403.

5. Id. ib. p. 406.

6. Pérez de Urbel, op. cit., p. 459.

7. Id. ib., p. 460.

8. Id. ib., p. 461.

9. Id. ib., p. 461.

10. Vilarrasa, op. cit., p. 406.

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