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«Tesoros de la Fe» Nº 47 > Tema “Vírgenes”

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Santa Catalina Labouré

La vidente de la Medalla Milagrosa


Durante muchos años nadie supo cómo surgió la Medalla Milagrosa. Recién en 1876 se hizo público que una humilde religiosa, fallecida aquel año, fue quien recibió de la Madre de Dios la revelación de esa medalla.


Plinio María Solimeo


En la pequeña aldea de Fain-les-Moutiers, en la Borgoña (Francia), nació el 2 de mayo de 1806 Catalina, la novena de los once hijos de Pedro y Luisa Labouré, honestos y religiosos agricultores.

Cuando apenas tenía nueve años, Catalina perdió a su madre. Después del funeral, la niña subió a una silla en su cuarto, tomó una imagen de la Santísima Virgen que estaba en la pared, la besó y le pidió que se dignase sustituir a su fallecida madre.

Tres años después, su hermana mayor entró al convento de las Hermanas de la Caridad de San Vicente de Paul. Le correspondió a Catalina y a su hermana Tonette, de doce y diez años respectivamente, asumir todas las responsabilidades domésticas. Fue durante esa época que recibió la Primera Comunión. A partir de entonces la niña pasó a levantarse todos los días a las cuatro de la mañana, para asistir a Misa y rezar en la iglesia de su aldea. A pesar de los innumerables quehaceres, no descuidaba su vida de piedad, encontrando siempre tiempo para la meditación, oraciones vocales y mortificaciones.

San Vicente de Paul le señala su vocación

El tiempo fue pasando, y Catalina creciendo en gracia y santidad. Cierto día soñó que estaba en la iglesia y veía a un sacerdote ya anciano celebrando la Misa. Cuando ésta terminó, el sacerdote le hizo una señal con el dedo, llamándola para que se acercase. Pero Catalina, por timidez, se retiró del recinto sagrado para ir a visitar a un enfermo. Sin embargo, al salir encontró otra vez al mismo sacerdote, quien le dijo: “Hija mía, cuidar de los enfermos es una buena obra; ahora huyes de mí, pero un día me buscarás. Dios tiene designios sobre ti, nunca lo olvides”. Catalina despertó sin entender el significado del sueño.

Más tarde, visitando el convento de las Hermanas de la Caridad de Chatillon, donde estaba su hermana, vio en la pared un cuadro representando al mismo anciano. Preguntó quién era, y le respondieron que se trataba de San Vicente de Paul, fundador de la Congregación. Catalina comprendió entonces que su vocación era la de ser una de las hijas del santo de la caridad.

Pero su padre no quería oír hablar de ello. Bastaba, según él, haberle ya dado a Dios una hija, y además, sentía una gran predilección por Catalina. Para distraerla de aquella idea, la mandó a París, a fin de ayudar a su hermano que ahí administraba un pequeño restaurante. Fue una probación para la santa verse en medio de los rudos frecuentadores del establecimiento, lo que la hizo redoblar las oraciones para mantener su pureza de corazón y el fervor de espíritu.

Una cuñada la invitó a su casa en Chatillon, donde dirigía una escuela para niñas. Ahí Catalina podía ir frecuentemente al convento de las Hermanas de la Caridad, que quedaba cerca. Y fue en esa casa religiosa donde ingresó el 22 de enero de 1830, cuando finalmente su padre le dio la debida autorización. Tenía entonces 24 años de edad.

Preparación para las importantes revelaciones

Después de pasar por el postulantado en Chatillon, Catalina fue enviada al noviciado en la Casa Madre de las vicentinas, en la Rue du Bac, en París. Por aquellos días, la comunidad rezaba una solemne novena preparatoria con motivo de la traslación de las reliquias de San Vicente de Paul.

Catalina tuvo varias visiones del santo, y sobre todo de su corazón, que estaba incorrupto. Pero era agraciada con otras visiones especiales. Conforme lo narra ella misma, una de ellas “era la de ver a Nuestro Señor en el Santísimo Sacramento. Lo vi durante todo el tiempo de mi noviciado, excepto todas las veces que dudaba; esos días no veía nada, porque intentaba profundizar en indagaciones sobre este misterio, y temía confundirme”.1 El domingo de la Santísima Trinidad, “Nuestro Señor se me apareció en el Santísimo Sacramento durante la Misa cantada, como Rey, con la cruz sobre el pecho. En el momento del Evangelio, me pareció que la cruz se deslizaba hasta los pies de Nuestro Señor y que Él era despojado de todos sus ornamentos. Todo cayó por tierra. Inmediatamente tuve los más negros y tristes pensamientos: que el Rey de la tierra estaba perdido y sería despojado de sus vestiduras reales; y después de eso pensé, sin saber cómo explicarlo, en la extensión de los grandes males que vendrían”.2 En efecto, pocas semanas después, Carlos X fue destituido del trono y exiliado del reino.

Esas gracias eran una preparación para las grandes apariciones de la Madre de Dios.

Primera visión de la Santísima Virgen

En la víspera de la fiesta de San Vicente de 1830, la Maestra de Novicias había dictado una lección sobre la devoción a los santos, y especialmente a Nuestra Señora. Ello inflamó en la Hna. Catalina el deseo de ver a la Madre de Dios. Cuando fue a acostarse, tomó un pedacito de un sobrepelliz de San Vicente, que la Maestra había dado a las novicias como reliquia, y se lo tragó, juzgando así que San Vicente podría alcanzarle esa gracia.

La Hna. Catalina distribuye medallas milagrosas entre los revolucionarios de la Comuna de París, en 1871

Cuando todo en el convento estaba tranquilo y todos dormían, a las once y media de la noche, la Hna. Catalina oyó la voz de un niño que la llamaba. Abrió la cortina del lecho y vio a un chico de unos cinco años de edad, que le dijo: “Venga a la capilla. La Santísima Virgen la espera”. Catalina se vistió rápidamente y siguió al niño hasta la capilla, que estaba iluminada como para la Misa de Navidad.

El pequeño, que era el Ángel de la Guarda de Catalina, la condujo al presbiterio, al lado de la silla de brazos del Padre Director. Ahí ella se arrodilló. Después de un tiempo que le pareció largo, oyó el ruido del frufrú de un vestido de seda y vio a la Santísima Virgen sentarse en la silla. Deslumbrada, Catalina nos cuenta: “Di un salto hacia ella, poniéndome de rodillas sobre los escalones del altar y con las manos apoyadas sobre las rodillas de la Santísima Virgen. Fue el momento más dulce de mi vida. Me sería imposible expresar todo lo que sentí”. Y agrega: “Ella me dijo cómo yo debía proceder con relación a mi director, como debía proceder en las horas de sufrimiento y muchas otras cosas que no puedo revelar”.3

Esas cosas que no podía contar en 1830, las reveló más tarde: “Las desgracias se precipitarán sobre Francia; el trono será derrocado; el mundo entero será trastornado por males de todo género”. Habló también de “grandes abusos” y “gran relajamiento” en las comunidades de sacerdotes y monjas vicentinas, y que debía alertar de ello a los superiores.

Volvió, en seguida, a hablar de otros terribles acontecimientos que ocurrirían en un futuro más distante, previendo con 40 años de antecedencia las agitaciones de la Comuna y el asesinato del Arzobispo de París; prometió su especial protección, en aquellas horas trágicas, a los hijos y a las hijas de San Vicente de Paul.

Revelación extraordinaria de la Medalla Milagrosa

El día 27 de noviembre de 1830, Catalina había terminado de hacer la lectura de su meditación en la capilla, cuando oyó el característico frufrú de un vestido de seda. Miró al costado y vio a la Santísima Virgen vestida de blanco, sobre una media esfera. Tenía en las manos una bola que representaba al globo terrestre, y miraba hacia el Cielo.

“De repente —narra Catalina— percibí anillos en sus dedos, engastados con piedras brillantes, unas más grandes y más bellas que las otras, que despedían rayos también unos más bellos que otros”. Nuestra Señora le explicó que tales rayos simbolizaban las gracias que derramaba sobre las personas que las pedían.

Continua Catalina: “Se formó un marco ovalado alrededor de la Santísima Virgen, en lo alto del cual estaban escritas con letras de oro estas palabras: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a vos!

Al mismo tempo, una voz le dijo que mandase acuñar una medalla según aquel modelo, con la promesa de que todas las personas que la lleven al cuello recibirían muchas gracias, pero “serán abundantes para los que la usen con confianza”.

Instantes después el cuadro giró sobre sí mismo, y Catalina vio el reverso de la medalla.

Difusión de la Medalla y gracias recibidas

Catalina preguntó a la Santísima Virgen a quien debía recurrir para la confección de la medalla. La Madre de Dios le respondió que debía buscar a su confesor, el Padre Juan María Aladel: “Él es mi servidor”. Al inicio, el P. Aladel no creyó en lo que Catalina decía; pero, después de dos años de insistencia, le expuso el caso al Arzobispo de París, quien ordenó el 20 de junio de 1832 que fuesen acuñadas dos mil medallas.

El modo cómo se difundieron las medallas fue tan prodigioso, junto al gran número de gracias operadas, que la medalla pasó a ser conocida como la Medalla Milagrosa. Por ejemplo, en marzo de 1832, cuando iban a ser confeccionadas las primeras medallas, una terrible epidemia de cólera, proveniente de Europa oriental, alcanzó a París. Más de dieciocho mil personas murieron en pocas semanas. En un solo día, llegaron a producirse 861 muertes.

A fines de junio, las primeras medallas quedaron listas y comenzaron a ser distribuidas entre los contagiados. En ese mismo instante la peste amainó, y se iniciaron, uno tras otro, los prodigios que en pocos años harían mundialmente célebre a la Medalla Milagrosa.

La misión de Catalina Labouré estaba cumplida. Los 46 años que le restaron de vida, los pasó como una humilde hermana, de la cual prácticamente nada habría que decir. Sólo cuando se aproximó su muerte, en 1876, su superiora supo que ella había sido la privilegiada hermana que recibiera aquella sublime misión.

El cuerpo incorrupto de Santa Catalina Labouré que se conserva hasta el día de hoy, expuesto en una urna en la misma capilla en donde tuvieron lugar las apariciones

Fue beatificada por el Papa Pío XI en 1933 y canonizada el día 27 de julio de 1947 por el Papa Pío XII.

Cincuenta y seis años después de su muerte, el cuerpo de Catalina fue encontrado enteramente incorrupto, y es así como se encuentra hasta hoy en la capilla de las Hermanas de la Caridad, en la Rue du Bac, en París.     


Notas.-

1. P. Jerónimo Pedreira de Castro  C.M., Santa Catalina Labouré y la Medalla Milagrosa, Editora Vozes, Petrópolis, 1947, p. 71.
2. Id., ib., p. 72.
3. Id., ib., p. 77.





  




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