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«Tesoros de la Fe» Nº 11 > Tema “Santos de América”

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San Martín de Porres

El extraordinario santo, de las cosas extraordinarias

Verdadera efigie de San Martín de Porres. De una anónima pintura en cobre existente en el Monasterio de Santa Rosa de las Monjas de Lima.

En esta época impregnada de resentimientos sociales, de luchas de clases y xenofobias, el ejemplo de nuestro santo moreno comprueba cómo un espíritu verdaderamente católico y abrasado por el amor a Dios y al prójimo puede llegar a las cumbres de la santidad, hasta en las más adversas condiciones sociales


Plinio María Solimeo


Hijo ilegítimo de Juan de Porres, noble español perteneciente a la Orden de Alcántara y descendiente de cruzados, y de Ana Velásquez, negra liberta, Martín nació a inicios de diciembre de 1579. De temperamento dócil y piadoso, desde pequeño fue instruido por el Espíritu Santo en las vías de la santidad.

En plena infancia su padre lo legitimó, así como a su pequeña hermana Juana, llevándolos a ambos a Guayaquil, en donde ocupaba un alto cargo de gobierno. Martín tuvo así la oportunidad de aprender a leer y escribir. Cuatro años después, nombrado gobernador de Panamá, Juan de Porres devolvió el niño a su madre, dejando a su hija a los cuidados de otros parientes.

De regreso a Lima, Martín entró en calidad de aprendiz en la botica de Mateo Pastor, quien ejercía el oficio de cirujano, dentista y barbero. Fue allí que el joven mulato aprendió los rudimentos de la medicina, que después le serían tan útiles en el convento.

Si Martín progresaba en el aprendizaje del oficio, avanzaba mucho más aún en la ciencia de los santos, el amor divino. Fue lo que lo llevó, a los 15 años, a pensar en servir solamente a Dios, en un convento.

En aquella feliz época de fervor religioso, la capital del Virreinato del Perú cobijaba prácticamente a cinco santos en sus diversos conventos, dos de los cuales —el de la Magdalena y el de Nuestra Señora del Rosario— pertenecían a los dominicos, contando cada uno de ellos con casi 200 religiosos.

El “donado”

Fue en el convento de Nuestra Señora del Rosario donde Martín quiso entrar en calidad de donado, es decir, casi como un esclavo. Se comprometía a servir toda la vida, sin ningún vínculo con la comunidad, y con el único beneficio de vestir el hábito religioso. Ana Velásquez, en un acto de desprendimiento admirable, no sólo le permitió a su hijo dar ese paso, sino que ella misma quiso entregarlo al convento.

Desde el primer día Martín se dedicó de cuerpo y alma a servir a sus hermanos en los oficios más bajos y humillantes. Siempre animado por un profundo espíritu sobrenatural, para él no era sólo una alegría, sino incluso una gracia, hacer eso por amor a Dios.

Después del primer año de prueba, recibió el hábito de donado. Pero aquello no agradó a su orgulloso padre, de quien llevaba el apellido. Don Juan pidió a los superiores dominicos que recibiesen a Martín, de tan ilustre estirpe por el lado paterno, al menos en calidad de hermano lego. Sin embargo, eso estaba en contra de las constituciones de la época, que no permitían recibir en la Orden a personas de color. El Superior quiso que el propio Martín decidiese. “Yo estoy contento en este estado —respondió—; es mi deseo imitar lo más posible a Nuestro Señor, que se hizo siervo por nosotros”. Esto zanjó la cuestión.

En la escuela de la humillación

Este acto de humildad fue uno entre los innumerables que distinguieron a nuestro Santo en ese período. Encargado de la enfermería del convento, no le faltaban ocasiones para humillarse delante de la impaciencia que muchas veces se apodera de los enfermos, más aún en una comunidad tan numerosa. Él no se bastaba para atender a todos, lo que provocaba crisis de mal humor en algunos más impacientes. En uno de esos momentos un religioso, que se sentía mal atendido, lo llamó de “perro mulato”. Después del primer choque, Martín se dominó. Arrodillándose junto al lecho del enfermo, dijo llorando: “Sí, es verdad que soy un perro mulato y merezco que me recuerden de eso, y merezco mucho más por mis maldades”.

Otro enfermo que juzgó estar mal atendido le dijo: “¿¡Así es tu caridad, embustero hipócrita!? ¡Ahora te conozco bien!” Mas quedó edificado con la humildad y dulzura con que el ofendido lo trató, y le pidió perdón.

En esos episodios trasparecía la virtud del donado, que fue siendo reconocida por todos y traspuso los muros del convento. Esto llevó a los superiores a hacer una excepción y recibir a Martín como a hermano lego, uniéndose así a la Orden por los tres votos.

Virtud heroica

El desapego que tenía por sí mismo fue heroico. Oyendo decir un día que el convento estaba en apuros financieros, fue donde el superior y le dijo que podría ayudar a resolver el problema. ¿Cómo? “Padre, yo pertenezco al convento. Disponga de mí como de un esclavo, porque algo querrán dar por este perro mulato, y yo que daré muy contento de haber podido servir en algo a mis hermanos”. Emocionado con tanta virtud, el superior  le respondió: “Dios te lo pague, hermano; pero el mismo Dios que te trajo aquí se encargará de dar remedio al caso”. 

Nunca ocioso y procurando siempre servir a los demás, el tiempo parecía alargarse para Fray Martín. Además de cuidar de la enfermería, barría todo el convento, cuidaba del guardarropa, cortaba el cabello a los doscientos frailes, y era el campanero, dispensando aún para la oración de seis a ocho horas al día. Llegó a adquirir en algunas ocasiones las cualidades de los cuerpos gloriosos y, atravesando puertas cerradas o incluso paredes, entraba en aposentos donde su presencia era necesaria. Aparecía aquí, allá y acullá repentinamente, para satisfacer su caridad.

Fuente donde Fray Martín lavó azúcar rubia, para transformarla en blanca. Segundo claustro del convento dominico, contiguo a la Iglesia de Santo Domingo.

Había una huerta en la cual él mismo cultivaba las plantas que utilizaba para sus medicinas. Con ellas operaba verdaderos milagros. Repetía al enfermo: “Yo te medico, Dios te cura”. Y eso ocurría. Pero a veces se valía de las cosas más diversas para comunicar su virtud de cura, como vino tibio, fajas de paño para unir las piernas rotas de un niño, un pedazo de suela para curar la infección que sufría otro donado que era zapatero.

Estando enfermo el Obispo de La Paz, de paso por Lima mandó que llamasen a Fray Martín para que lo curase. El simple contacto de la mano del donado con su pecho lo libró de una grave enfermedad que lo estaba llevando a la tumba.

Entre los innumerables milagros que se le atribuyen a Martín, está el don de la bilocación (fue visto a la misma hora en lugares y hasta en países diferentes) y el de obrar una resurrección. Se cuenta también que estando con otros hermanos lejos del convento, cuando llegó la hora de volver, a fin de no faltar a la virtud de la obediencia, les dio la mano a los demás, y todos levantaron vuelo, llegando así al convento al momento previsto.

La caridad supera a la obediencia

Fray Martín transformó la enfermería en su centro de acción. A ella llevaba a todos los enfermos que encontraba en la calle, incluso a aquéllos con mayor peligro de contagio. Eso le fue prohibido por los superiores. Pero la caridad del Santo no tenía límites. Por eso, preparó en casa de su hermana, que vivía a dos cuadras del convento, unos aposentos para recibir a esos enfermos. Y allá los iba a tratar con sus manos, hasta que sanasen o entregasen el alma a Dios.

Cierto día, sin embargo, sucedió que un indio fue acuchillado en la puerta del convento. Fray Martín no tenía tiempo para llevarlo hasta la casa de su hermana. Ante la urgencia del caso, no tuvo dudas y cuidó del indio en la enfermería del convento. Cuando éste estaba mejor, lo llevó entonces a casa de su hermana. Esto no le gustó al superior, que lo reprendió por haber pecado contra la obediencia. “En eso no pequé”, respondió Martín. “¿Cómo que no?”, impugnó el superior. “Así es, Padre, porque creo que contra la caridad no hay precepto, ni siquiera el de la obediencia”, respondió el Santo.

Además de todas estas actividades, Fray Martín salía también del convento a pedir limosnas para sus pobres y para los sacerdotes necesitados. Conociendo de su prudencia y caridad, muchos le encargaban distribuir sus limosnas, incluso el Virrey, que le daba 100 pesos mensuales para ello.

Don de la sabiduría y del consejo

El don de la sabiduría era en él tan grande, que las más altas personalidades de Lima recurrían a su consejo. También el futuro no le era desconocido. Cierta vez, un hombre que iba a cometer un acto pecaminoso fue retenido por él en la portería del convento, en agradable y edificante conversación, haciéndole olvidarse del tiempo. Cuando continuó su camino, supo que la casa a donde iba se había desplomado, hiriendo gravemente a la mujer que estaba dentro.

Vista desde dentro del convento hacia el campanario de la Iglesia Santo Domingo

Como fruto de su alto grado de oración, Martín tenía frecuentes éxtasis, a la vista de todos. Su unión con Dios era continua. Para dominar sus inclinaciones, se flagelaba hasta sangrar tres veces al día, y durante los cuarenta y cinco años que permaneció en el convento ayunó a pan y agua.

Gustaba de ayudar a Misa y era gran devoto de la Eucaristía. Mientras caminaba, no cesaba de pasar las cuentas de su Rosario.

Es fácil suponer que el enemigo del género humano no pudiese soportar tanto bien, hecho por este humilde dominico. Lo perseguía sin tregua, a veces haciéndole rodar por las escaleras, otras vedándole el camino cuando iba a socorrer a algún necesitado. Fray Martín acostumbraba repelerlo con el símbolo de la Cruz.

Hasta incluso los animales más repugnantes atendían su voz. Cuando los ratones se volvieron un problema en el convento, porque roían todos los productos almacenados con sacrificio, Fray Martín cogió a uno que cayó en la ratonera y le dijo: “Te voy a soltar; pero anda y dile a tus compañeros que no molesten ni sean nocivos al convento; que se retiren a la huerta, que yo les llevaré comida todos los días”. Al día siguiente todos los ratones estaban bien quietitos en la huerta, ¡esperando la comida que Fray Martín les llevaba!

Finalmente Fray Martín, con el cuerpo consumido por el exceso de trabajo, el ayuno continuo y la penitencia, sucumbió a los 60 años. A su lecho de moribundo acudieron el Virrey, Obispos, eclesiásticos y todo el pueblo que consiguió entrar. Su funeral fue una glorificación. Todos querían venerar a aquel santo moreno que nunca había buscado su propia gloria, sino solamente la de Dios.     


Obras consultadas.-

  • Enriqueta Vila Villar, Santos de América, Ediciones Moretón, Bilbao, 1968, pp. 69-87.
  • Les Petits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, t. XIII, pp. 206-208.
  • P. José Leite  S.J., Santos de Cada Día, Editorial A. O., Braga, 1987, t. III, pp. 259-261.




  




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Nº 257 / Mayo de 2023

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