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Tradiciones y Joyas para la Pascua La gastronomía está indudablemente asociada a las festividades religiosas. En la cena de Navidad el pavo se ha convertido en un invitado obligado. Hay deliciosas roscas de reyes para celebrar la Epifanía. Costumbres que varían de un país a otro y hasta de un pueblo a otro.
Los cusqueños, por ejemplo, rememoran la Última Cena preparando y consumiendo doce platos el Jueves Santo. Mientras que en diversos lugares se elaboran apetitosos potajes en base al bacalao para servirse el Viernes Santo. Unos y otros, suponemos, en estricto cumplimiento de la práctica penitencial del ayuno y la abstinencia que la Iglesia prescribe para ese día. ¿Qué limeño mazamorrero no relaciona el “turrón de doña Pepa” con la tricentenaria devoción popular al Señor de los Milagros? Así, en muchos países y también en diversas partes del Perú, el domingo de Resurrección, terminado el almuerzo familiar, los niños emprenden la búsqueda de los “huevos de Pascua”, que un misterioso conejo ha escondido en el jardín. Los “huevos de Pascua” encandilaron nuestra inocencia infantil La costumbre de regalar huevos en la Pascua es muy remota y puede tener su origen en el paganismo. San Agustín indica que el huevo representa la resurrección de Cristo, la retirada de la laja que cubre el sepulcro de Nuestro Señor. Según la Enciclopedia Católica “una gran cantidad de costumbres paganas, que celebraban el retorno de la primavera, se introdujeron en la Pascua. El huevo es el emblema de la vida que germina al comienzo de la primavera”. Antiguamente el consumo de huevos durante la Cuaresma estaba vedado en razón de la abstinencia. De manera que los huevos sólo reaparecían en la mesa el día de Pascua, pintados de rojo para simbolizar la alegría de la Resurrección. Los huevos de chocolate surgieron, obviamente, después del descubrimiento de América. Con ello la posibilidad de incluir sorpresas dentro de los huevos. Encanto, fantasía, misterio... en ningún lugar del mundo esta idea pudo refinarse tanto como en la Vieja Rusia. Joyas para la Pascua La tradición unió, a lo largo de los siglos de civilización cristiana, la figura del huevo —artísticamente trabajado— a las alegrías de la Pascua. Los famosos “huevos de Pascua” envueltos en atractivos papeles platinados y dorados, y cuántas veces adornados con delicados lazos, constituían un verdadero gozo para los ojos y delicias para el paladar, recordando simbólicamente a los hombres las inefables y dulces alegrías de la Resurrección del Salvador. Y allá, en los confines de Europa, en la tierra de las estepas y de los hielos eternos, a propósito de este mismo sencillo símbolo pascual, la Civilización elaboraba otras maravillas. En 1884, el Zar Alejandro III confiaba por primera vez a Fabergé, célebre joyero de la Rusia imperial, la confección, para el año siguiente, de un regalo de Pascua, que debería ser ofrecido a su esposa, la Zarina María Feodorovna.
Los huevos de Fabergé A partir de entonces, la imaginación fecunda y artística de Peter Carl Fabergé —descendiente de inmigrantes franceses, y a quien Alejandro III nombró, en reconocimiento de su competencia y de los servicios prestados, “Joyero Oficial de la Corte”— concibió cada año una nueva obra de arte en torno del símbolo de la Pascua. Si en el plano de la naturaleza cada huevo contiene en sí una nueva vida, bien se podría decir que el de Fabergé traía siempre una sorpresa preciosa... Retratos de la familia imperial, miniaturas de palacios, o carruajes, relojes, pavos reales, delicados bouquets de flores, nada se escapó al talento de Fabergé, tanto para adornar el exterior de sus huevos de Pascua, como para hacer surgir de su interior, agradables y graciosas sorpresas. La ilustración del centro de esta página reproduce una de esas creaciones del joyero franco-ruso. Se trata de la joya conocida como “Flores de Primavera”, que perteneció a la Emperatriz María Feodorovna. Un estuche en forma de huevo de Pascua, un esmalte ligeramente faceteado, rojo fresa profundo, guarnecido por ornamentos de oro se abre en dos partes, una de las cuales rematada en su borde por un aro de delicados diamantes. De su interior, todo de oro, surge un magnífico cesto, de platino incrustado de diamantes rosas, portando un bouquet de anémonas silvestres. Sus pétalos de calcedonia blanca, con corolas; granadas, incrustadas en oro, y follaje de esmalte verde translúcido rematan la bella joya, cuya base de oro labrado se asienta en un pedestal de alabastro, adornado con un fino anillo de brillantes. Dante, el famoso poeta italiano, decía que las obras de arte son nietas del Creador. Ejemplo magnífico de esta afirmación son las joyas de Fabergé. En ellas, la fantasía y la creatividad humanas, vueltas hacia lo maravilloso, obtienen el máximo esplendor de los materiales preciosos creados por Dios, y por Él bondadosamente colocados alservicio del hombre, haciendo nacer aquellas obras maestras de buen gusto y elegancia, insignes frutos de una Civilización.
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