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«Tesoros de la Fe» Nº 90 > Tema “Eternidad”

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¿Qué sentido tiene la vida presente frente a la muerte?


PREGUNTA

“Murió, se acabó. No existe nada después de la muerte” — ¡Cuántas veces oí esta frase! Muchos no lo dicen, pero así piensan y llevan su vida de esa manera. Sus decisiones delatan ese pensamiento.


Un octogenario recientemente fallecido declaró que no quería ser enterrado, sino cremado, y que sus cenizas fueran esparcidas en el club que frecuentaba. Para sus familiares quedó claro que la razón era ésta: con la muerte todo terminaba, y no había nada más que hacer sino la dispersión de sus cenizas.

En la cabeza de muchas personas esa duda los trastorna: ¿qué pruebas hay de la existencia de una vida futura? Nunca nadie volvió para contarlo…



RESPUESTA

Si todo termina con la dispersión de las cenizas en los límites de un club, si todo termina con la disolución del ser humano en la nada, es forzoso reconocer que la vida humana no tiene sentido. Y sería pura fantasía aquella apetencia del Ser Absoluto, que San Agustín coloca en el fondo del corazón humano: “Nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón permanece inquieto mientras no descanse en ti” (Confesiones, 1, 1).

¿Qué pruebas hay de que existe algo más allá de la muerte?

Comencemos por dar una respuesta para los que tienen fe. En seguida nos dirigiremos a los incrédulos, pues el consultante evidentemente quiere una respuesta para este género de personas. Insistimos, de antemano, en lo que hemos repetido varias veces: debemos tener fe y dar adhesión intelectual a la Palabra de Cristo, de acuerdo con lo que enseña Santo Tomás.

“Yo soy la resurrección y la vida”

Para los que tienen fe, basta recordar que la resurrección de los muertos y la vida eterna son objeto de los dos últimos artículos del Credo: creo en “la resurrección de la carne y la vida eterna. Amén”.

Son dos puntos clarísimos de la prédica y también de la actuación de Nuestro Señor Jesucristo, como se ve en el episodio de la resurrección de Lázaro, narrado en el Evangelio de San Juan (11, 1-53): habiendo enfermado Lázaro, sus hermanas Marta y María se apresuraron en avisar de lo ocurrido al Divino Maestro. Éste, no obstante, se quedó dos días más en el lugar en que estaba, sabiendo bien lo que iba a suceder y lo que iría a hacer. Así, cuando llegó a Betania, hacía cuatro días que Lázaro había fallecido. Marta corrió a su encuentro y le dijo:

“Dicho esto, [el Señor] gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera! Y salió el muerto [...]. Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él”

“Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.

“Le dice Jesús: Tu hermano resucitará.

“Le respondió Marta: Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día.

“Jesús le respondió: Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?

“Le dice ella: Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo” (vv. 21-27).

En seguida se repite la escena con la llegada de María, avisada por Marta. Jesús se conmueve, llora, se dirige al sepulcro y dice:

“Quitad la piedra.

“Le responde Marta, la hermana del muerto: Señor, ya huele; es el cuarto día.

“Le dice Jesús: ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?

“Quitaron, pues, la piedra. Entonces Jesús levantó los ojos a lo alto y dijo: Padre, te doy gracias por haberme escuchado. Ya sabía yo que tú siempre me escuchas; pero lo he dicho por estos que me rodean, para que crean que Tú me has enviado.

“Dicho esto, gritó con fuerte voz: ¡Lázaro, sal fuera!

“Y salió el muerto [...]. Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en él” (vv.39-45).

Según todos los intérpretes de la Sagrada Escritura, la resurrección de Lázaro —¡un muerto que llevaba cuatro días en el sepulcro!— era una prueba que Jesús quería dar de que Dios tiene el poder de resucitar a todos los hombres en el último día.

La resurrección de los muertos y la vida eterna son, pues, dos puntos perfectamente establecidos en la doctrina católica, e históricamente archicomprobados.

¿Qué sentido tiene la vida presente?

No obstante, en estos tiempos de ateísmo y neopaganismo teórico y práctico, también conviene presentar pruebas para aquellos que cerraron sus corazones a la palabra divina. Y las preguntas que se ponen naturalmente, para un espíritu sensato, son éstas:

— ¿Qué sentido tiene la vida presente si, con la muerte, el ser humano se disuelve en la nada?

— ¿Qué sentido tiene hablar de los aspectos morales de nuestros actos si, por practicar el bien no seremos recompensados, y si hacemos el mal no seremos castigados?

Es forzoso que la vida tenga sentido

En el universo existe un orden admirabilísimo. El mundo físico es tan ordenado, que los científicos descubrieron que él es regido por leyes refinadamente matemáticas. Y a tal punto que miles de científicos del mundo entero buscan hace un siglo, afanosamente, reducir todas las fuerzas de la naturaleza a una sola expresión matemática.

Ahora bien, si hay un orden, todo en el universo tiene su puesto, su función, su explicación, y sobre todo una finalidad. ¿Sólo la vida humana, que es el elemento más alto en el universo, no tendría sentido?

Este sentimiento es tan profundo en la humanidad, que muchos buscan explicaciones en doctrinas fantasiosas. Al comienzo —dicen— había un ser único, que vivía en la tranquilidad, en la armonía interna y en la más perfecta felicidad. No se sabe cómo ni por qué, se produjo en el interior de ese ser una cisión, que provocó una explosión, originándose ahí la multiplicidad de los seres. Pero misteriosas fuerzas cósmicas buscan restablecer la unidad primitiva, lo que sucederá cuando todos los seres se reintegren en ese “dios” primitivo, disolviéndose en él.

Aquí está —según tal pensamiento— lo que pasa con el hombre cuando muere: él no se disuelve en la nada, sino que se reintegra en ese ser único que reabsorbe en sí a todos los seres. Es lo que constituye el fondo de las doctrinas gnósticas y panteístas (todo es dios).

Doctrinas, como se ve, fantasiosas, para no decir monstruosas, pero que demuestran cómo el hombre tiene necesidad de buscar una explicación insofismable para el sentido de la vida. Ese sentido sólo nos es dado por la idea de un Dios creador —verdad que está enteramente de acuerdo con la razón, al contrario de esas fantasías.

Es forzoso que se haga justicia

Por fin, la cuestión de la justicia.

Es evidente que la justicia en esta tierra es tremendamente falible; frecuentemente triunfa el mal y el bien no es reconocido.

Dios, infinitamente misericordioso y justo, es también infinitamente poderoso para resucitar a los muertos en el último día y darles un destino eterno, que será su justísima recompensa.

Todo el mundo ha sido sacudido últimamente por crímenes tan hediondos, y en número tan creciente, que la justicia humana no se da abasto para cumplir con su tarea de castigar. Y aunque castigara a los criminales, que hoy hasta los convierten en ídolos, en poco o nada reintegra sus derechos a las víctimas inmoladas.

Si no hay una justicia superior, que castigue en la debida proporción el crimen cometido y restablezca a las víctimas en la integridad de su ser, nada tiene sentido en esta vida.

Es una prueba de que la existencia de Dios es necesaria.

Y ese Dios, infinitamente misericordioso y justo, es también infinitamente poderoso para resucitar el último día a los muertos y darles un destino eterno, que será su justísima recompensa.

Por lo tanto, nada termina con la muerte, sino que todo comienza con una vida eternamente feliz para los buenos, y eternamente infeliz para los malos.

Perspectivas tremendas, que nos deben hacer encarar la vida presente con profundísima seriedad. ¡No cerremos los ojos para lo que nos pasará después de cruzar el umbral de la muerte!

Si tenemos dificultad de mirar de frente esa realidad, y sacar de ella todas las consecuencias, pidamos el auxilio de la Santísima Virgen, que Ella nos hará indiscutiblemente amena y esperanzadora esa perspectiva. ¡Te Deum laudamus!    






  




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