Especiales Mont Saint-Michel

Pináculo de fuerza, belleza y fe


Wilson Gabriel da Silva


Quien observa el mapa de Francia, notará en su costa occidental, bañada por el Atlántico, dos puntas o inmensas penínsulas: la mayor, toda ella recortada en islas y pequeñas bahías, que desafían al inmenso océano; la menor, sugiere un cuerno vuelto hacia Inglaterra, situada al norte. La primera corresponde a la Bretaña; y la segunda pertenece a Normandía. Una bahía separa las dos penínsulas, y un río, el Couesnon, divide a los dos grandes ducados históricos.

Pirámide maravillosa

En el fondo de esta bahía, circundada por inmensos bancos de arena caprichosamente desvelados o recubiertos por las aguas al sabor de las mareas, surge a los ojos del viajero —“como una cosa sublime, una pirámide maravillosa”, como decía Víctor Hugo— la pequeña isla de peñascos encaramada por una gigantesca abadía, que se eleva hasta una esplendorosa aguja que apunta al cielo. A sus pies, una graciosa aldea y vigorosos bastiones de defensa militar. Es el Monte San Miguel — “Le Mont Saint-Michel, merveille d’Occident”, como tan bien suena en francés.

Para el literato Émile Bauman, en el monte y en sus alrededores todas las horas son de belleza: “El cielo engrandece las arenas y las arenas parecen engrandecer el cielo”.

Madame de Sévigné escribió a su hija, en la época de Luis XIV, recordando cómo lo veía desde su ventana (ella habitaba en la región): orgulloso y altanero, lleno de belleza.

Y el literato Guy de Maupassant miraba la abadía irguiéndose escarpada como un castillo fantástico lejos de la tierra, maravillosa como un palacio de sueños, inverosímilmente extraña y bella.

En este escenario fantástico, el monte impresiona al emerger de las brumas de la mañana con su silueta imprecisa, o como esplendoroso monumento en días límpidos.

En un vistazo se pueden observar allí el pináculo trascendente de la visión religiosa, el espíritu de la fortaleza militar y la dulzura de vivir de la pacífica aldea del “menu peuple de Dieu” — el pueblo menudo que aún practicaba los Mandamientos.

¿Cómo puede transformarse en maravilla de Occidente este simple islote granítico de 900 metros de circunferencia y 80 metros de altura?

La respuesta a esa cuestión exige una descripción al menos sucinta de la geografía del lugar y la narración de los principales hechos que allí se dieron.

El río y el mar

Durante siglos los bancos de arena se venían moviendo y acumulando alrededor de la pequeña isla. Moviéndose, porque la bahía donde se encuentra el Mont Saint-Michel está sujeta a una gran diferencia de nivel entre las mareas altas y bajas. En ciertos días, llega a 14 ó 15 metros —de las mayores de Europa— debido a hechos naturales como las fases de la Luna, la conjunción de los astros y la rotación de la Tierra. Así, el mar puede retroceder muchos kilómetros en una mañana y regresar en la tarde del mismo día, para inundar todos los pastizales costeros.

Los bancos de arena se mueven mucho, no sólo a causa de las mareas, sino también presionados por el río Couesnon, que desagua en el mar frente a Mont Saint-Michel y establecía el límite entre Bretaña y Normandía. La movilidad de las arenas determinaba una movilidad del curso del propio río en su desembocadura. Así, habiendo pertenecido el monte a la primera, en cierto momento pasó a la segunda, llevando a los bretones a acuñar la sentencia: “Le Couesnon a fait folie / Cy est le Mont en Normandie” (El Couesnon hizo una locura y colocó el monte en Normandía).


Las apariciones del Arcángel

Según las crónicas, en el año 708 el Arcángel San Miguel apareció dos veces a San Aubert —obispo de Avranches, ciudad situada en el fondo de la bahía— ordenándole que irguiese una capilla en su honra en el peñasco que entonces se llamaba Monte Tumba.

Inseguro en cuanto a la realidad de la visión, el obispo dilató la construcción de la capilla. Se le apareció entonces por tercera vez San Miguel, tocándole la cabeza con el dedo, de tal modo que Aubert no pudo dudar más. Esa señal quedó marcada indeleblemente en el cráneo del santo, durante mucho tiempo expuesto en el tesoro de la basílica de San Gervasio, de Avranches.

Hace exactamente 1300 años, el 16 de octubre de 709, San Aubert consagró allí la primera iglesia en honra del Arcángel, y el monte tomó a partir de entonces el nombre del Jefe de la Milicia Celestial.

Durante la Edad Media, el Monte San Miguel fue uno de los más importantes centros de peregrinación, junto a Roma y Santiago de Compostela. Los penitentes tomaban el “camino del Paraíso” en busca del auxilio del Arcángel.

El rey y la “Maravilla”

En 966, a pedido del duque de Normandía, los monjes benedictinos se instalaron en el Monte San Miguel, y otra iglesia se construyó allí. En el siglo XI, una nueva y magnífica iglesia abacial se irguió en la cumbre del peñasco, sobre un conjunto de criptas: los medievales la veían como figura de la Jerusalén celestial. En el siglo siguiente se hicieron nuevas ampliaciones en la abadía.

En 1204, una parte de la abadía fue destruida por un incendio. El mismo año el rey Felipe Augusto, abuelo de San Luis, venció definitivamente a los normandos, anexando el ducado a la Corona de Francia. Para manifestar su gratitud por esta conquista, hizo una donación a la Abadía de San Miguel, lo que permitió la construcción del conjunto en estilo gótico hoy conocido como “la Maravilla”, en reemplazo del que fue destruido en el incendio.

A lo largo de la Guerra de los Cien Años (siglos XIV y XV), varias construcciones militares dieron a la isla un carácter de fortaleza indomable, habiendo resistido a un cerco de más de 30 años hecho por los ingleses.

Transformada en prisión durante la Revolución Francesa y el imperio napoleónico, la abadía llegó al final del siglo XIX en estado lamentable. En 1874, pasó a la tutela de los Monumentos Históricos, o sea, del Estado francés. Felizmente la influencia artísticamente benéfica de la escuela de Viollet-le-Duc se hizo sentir, y el campanario de la abadía pudo ser coronado con la audaz aguja sobrepuesta por la estatua dorada del Arcángel San Miguel venciendo al dragón infernal, obra de Emmanuel Frémiet, concluida en 1897.


Pasados más de cien años, la estatua del Arcángel fue redorada, y es así que la vemos hoy.

Considerado el Mont Saint-Michel como un monumento, sin duda algo se hace para conservar esa maravilla. Actualmente están en ejecución obras gigantescas, que tienen por objetivo devolver a la bahía el antiguo movimiento de las aguas y arenas, y así impedir el arenamiento ocurrido en los últimos tiempos.

Una cosa, no obstante, falta a los hombres de hoy: el espíritu sobrenatural, que movió a los antepasados a erguir esa obra sobrehumana de fuerza, belleza y fe.     




Galileo Galilei y el Milagro del Sol Afecto, educación y ejemplo: deberes de los padres
Afecto, educación y ejemplo: deberes de los padres
Galileo Galilei y el Milagro del Sol



Tesoros de la Fe N°95 noviembre 2009


Mont Saint-Michel. Pináculo de fuerza, belleza y fe
Mont Saint-Michel Afecto, educación y ejemplo: deberes de los padres Nuestra Señora del Quinche San Columbano Galileo y la perturbación cósmica



 Artículos relacionados
La Catedral Hagamos una pausa en las correrías de nuestros atolondrados días. Olvidémonos por algunos minutos del trabajo, de las preocupaciones que nos asaltan, y realicemos una visita a una catedral medieval...

Leer artículo

Pío IX Antecedentes de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, que «será hasta el fin de los siglos recordado como uno de los días más gloriosos de la Historia» — extractos de la obra «Pío IX», del Prof. Roberto de Mattei...

Leer artículo

La «Leyenda Áurea» Si en los medios de comunicación que siguen ciegamente la moda en América Latina, algún lector inadvertido expresase el deseo de leer la historia de un santo, inmediatamente sería objeto de un silencio cargado de desprecio. El neopaganismo hace creer que sólo es moderno leer las siniestras aventuras de Harry Potter, las extrañas obras de Paulo Coelho y congéneres...

Leer artículo

La gloria que surge del cumplimiento del deber Tanto en la gloria del palacio como en medio de los peligros de la guerra, la actitud sicológica y moral es la misma. Es el alto sentido de la honra y del deber, la afirmación de que hay valores que van mucho más allá de los de esta tierra, que deben ser defendidos ante cualquier adversidad...

Leer artículo





Promovido por la Asociación Santo Tomás de Aquino