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«Tesoros de la Fe» Nº 142 > Tema “Santos de la Nobleza”

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San Francisco de Borja

Gloria de la Compañía de Jesús


Grande de España, Marqués de Lombay, Duque de Gandía, Virrey de Cataluña, General de la Compañía de Jesús, iluminó su época con una extraordinaria sabiduría política y las más altas virtudes

Plinio María Solimeo


El pequeño ducado de Gandía, perteneciente al reino de Valencia, era gobernado a comienzos del siglo XVI por don Juan de Borja. Estaba casado con doña Juana de Aragón, nieta, por una rama bastarda, del rey Fernando de Aragón, esposo de Isabel la Católica. Al expulsar a los moros de Granada, en el mismo año en que promovían el descubrimiento de América, estos soberanos pusieron fin a ocho siglos de dominación mora en España.

Francisco, primogénito de los duques de Gandía, nació el 28 de octubre de 1510. Su madre, doña Juana, tenía una especial predilección por él, debido a su buen genio y natural inclinación a la virtud. Su formación, propia de su ilustre sangre, fue encomendada a dos preceptores de conocida erudición y comprobada virtud.

Modelo de virtud en medio de una lujosa corte

A los diez años don Francisco perdió a su madre. Debido a ello, el niño dejó la convivencia del padre y de los siete hermanitos, ya que su educación fue confiada a un tío materno, el arzobispo de Zaragoza. Con él pasó algunos años.

Tal como lo exigía la costumbre en aquel entonces, los hijos de los Grandes de España pasaban la juventud como pajes en la Corte. Así, al cumplir dieciséis años, Francisco fue enviado a la de Carlos V, joven rey de España y emperador del Sacro Imperio. Quien le tomó gran afecto al adolescente por la nobleza de sangre, seriedad, diligencia y piedad.

La emperatriz Isabel, hija del rey de Portugal y esposa de Carlos V, tenía tal dilección por don Francisco que, cuando llegó a los veinte años, le dio por esposa a doña Leonor de Castro, su mejor dama de compañía, entonces con diecisiete, en cuyas venas corría la más ilustre sangre lusa. Como regalo de bodas, Carlos V le concedió el título de marqués de Lombay entre otras mercedes.

La emperatriz quiso ser la madrina del primogénito del matrimonio, que recibió el nombre de Carlos, en honor al emperador. Y también dispuso que su hijo Felipe —el futuro Felipe II— fuese el padrino.

En medio de todas estas distinciones, el joven marqués se mostraba siempre sencillo y recatado, impresionando a todos por su singular virtud. Ésta era fruto del saludable hábito que había adquirido de dominar sus pasiones y malas inclinaciones. Para ello, utilizaba los métodos más eficaces, como la oración, la confesión y la comunión frecuentes, además de penitencias voluntarias. Doña Leonor procuraba seguir la misma senda.

Dios los bendijo, concediéndoles cinco hijos y tres hijas. A partir del nacimiento de su octavo hijo, los marqueses, de común acuerdo, decidieron vivir en estado de continencia, cuando aún no habían cumplido los 30 años de edad…

El año 1529 marcó profundamente la vida del marqués. Después de una breve enfermedad, la emperatriz Isabel falleció en el auge del poder y de su extraordinaria belleza. Como prueba de estima por los Gandía, el emperador dispuso que la marquesa amortajara a su esposa y que el marqués acompañara sus restos mortales hasta el Panteón Real, en Granada.

Cuando, después de quince días de trasladado, bajo un sol abrasador, el marqués tuvo que reconocer ante los notarios aquel cuerpo ya en avanzado estado de descomposición, constató de modo pungente la fragilidad de las glorias de este mundo. Y renovó su propósito de, en el caso de sobrevivir a su esposa, dedicarse a la vida que no tiene fin, en una orden religiosa.

San Juan de Ávila, a quien entonces abrió su alma, aprobó su decisión.

Virrey de Cataluña - “Exilio” en Gandía

Apenas volvió de Granada, Carlos V lo nombró virrey de Cataluña, cargo de gran confianza y responsabilidad, antes concedido únicamente a personas de más edad y experiencia. El Emperador reconocía así, en aquel fiel y joven vasallo, la madurez y prudencia necesarias para tal oficio.

San Francisco de Borja y el moribundo impenitente, Francisco de Goya, 1788 – Óleo sobre lienzo, Catedral de Valencia, España.

En los tres años que duró su virreinato, don Francisco acabó con el bandolerismo que infestaba la región, robusteció la frontera con Francia, implementó la marina, y se mostró hábil político y gran administrador.

En 1542, cuando iba a comenzar su segundo trienio, el marqués recibió la noticia del fallecimiento de su padre. Pidió entonces autorización al Emperador para tomar posesión del ducado que había heredado.

Ésta le fue concedida, sin embargo, al nombrar a don Francisco Mayordomo Mayor de su hijo Felipe, todos entendieron que Carlos V planeaba designar así al primer ministro del próximo reinado.

Sin embargo… Dios quería para don Francisco, no la vida en la Corte, sino el gobierno del pequeño ducado, a fin de prepararlo para la grandísima misión a que ledestinaba. Así sucedió que, cuando Carlos V comunicó a la familia real portuguesa el nombre de los que conformarían la Casa que, con diligencia, había escogido para la futura reina de España, los soberanos portugueses, por motivos que se ignoran, rechazaron al duque de Gandía.

Durante los siguientes siete años, don Francisco se dedicó cabalmente a su nuevo Estado y a la vida de familia. Fundó un colegio de la Compañía de Jesús, después elevado a universidad, para dar formación católica no solo a los hijos de sus vasallos, sino principalmente, a los hijos de los moriscos residentes en el ducado, que mal aprendían la verdadera religión.

Ya se había encariñado a la nueva milicia fundada por Ignacio de Loyola, debido a la amistad que mantenía con el beato Pedro Fabro, primer sacerdote ordenado en la Compañía de Jesús, el padre Antonio Aráoz y uno de los jóvenes jesuitas que fueron al colegio de Gandía, el futuro San Luis Beltrán, apóstol de Colombia.

Miembro de la Compañía de Jesús

En 1546, el duque tuvo el dolor de ver morir a su piadosa esposa. Si, por un lado, él se veía libre para realizar su proyecto de consagrarse a Dios, por otro, lo ataba al mundo su numerosa prole, casi toda aún en la infancia.

Su deseo de pertenecer a la Compañía de Jesús lo llevó a enviar a Ignacio de Loyola una carta pidiéndole humildemente que lo aceptara entre sus hijos y exponiéndole los obstáculos que se anteponían a tal deseo: a saber, su condición de padre y de duque. Mientras tanto, hizo voto de castidad y obediencia al superior de los jesuitas de Gandía.

El fundador de la Compañía tenía en tan alta consideración al duque, que pasó a consultarlo sobre los problemas que enfrentaba en España, recomendando a su Provincial que hiciera lo mismo.

Profesión secreta en la Compañía de Jesús

Al convocar las Cortes Generales de Aragón, en 1547, Carlos V escogió a las personas que habían de acompañar a su hijo Felipe, figurando en la cabeza de la lista el duque de Gandía. Lo nombró también Tratador (uno de los cuatro intermediarios entre el Príncipe regente y sus Estados). El príncipe Felipe insistió entonces con el duque para que aceptara finalmente el cargo de Mayordomo Mayor.

Don Francisco recurrió a San Ignacio. Éste fue inmediatamente al Vaticano, suplicando al Santo Padre una dispensa extraordinaria para que un noble pudiera hacer su profesión solemne en la Compañía, conservándola mientras tanto en secreto, manteniendo las apariencias de seglar, por espacio de tres años, a fin de ubicar a sus hijos. Así, este noble (cuyo nombre fue ocultado) quedaría libre de todos los asaltos mundanos.

Obtenida la dispensa, el fundador de la Compañía se la envió al duque, recomendándole que no se aproximara de Roma, pues era deseo del Papa concederle el capelo cardenalicio.

El nuevo profeso de la Compañía continuó interviniendo en la reforma de los conventos relajados. Y cuando los enemigos de la Compañía lanzaron una campaña de calumnias contra su fundador y los Ejercicios Espirituales, por él escritos, San Ignacio escribió al Papa pidiendo un examen riguroso de los mismos, con una consecuente sentencia pontificia. Ésta vino mediante el Breve Pastoralis Officii cura, una aprobación explícita y honrosa de la obra, concediendo indulgencias a quien se favoreciese de ella, lo que hizo callar y estremecer a sus calumniadores.

Después de casi tres años, el duque consiguió casar a sus hijos mayores. Transfirió algunos de sus privilegios a su segundo hijo, y encargó al mayor de proteger y educar a los tres menores. Todo parecía dispuesto cuando, con motivo del nuevo matrimonio del príncipe Felipe, se pensó otra vez en nombrarlo Mayordomo Mayor.

Encuentro con otros santos

Don Francisco escribió a San Ignacio pidiéndole permiso para refugiarse en Roma, una vez que Paulo III había fallecido y el “peligro” del capelo cardenalicio estaba momentáneamente apartado. El General de la Compañía recibió con los brazos abiertos a aquel hijo, que conocía sólo sobrenaturalmente. Cuando el duque se arrodilló para pedirle la bendición, San Ignacio hizo lo mismo y se unieron los dos santos en un largo abrazo.

Pero no tardó en que el nuevo Papa, Julio III, al tratar más de cerca al duque, deseara colmarlo de honras. San Ignacio lo mandó entonces regresar a España.

En su patria, recibió finalmente, como Grande de España, el permiso de Carlos V para hacerse religioso. Ya podía dejar los trajes seculares, usar sotana y recibir la ordenación sacerdotal. Tenía entonces 40 años de edad.

¡Imagínese la repercusión que tal acontecimiento provocó en la devota España! De todos lados llovieron pedidos para sermones, visitas y ejercicios espirituales.

Cierto día, visitando en calidad de Comisario General de la Compañía para toda España a los jesuitas de Ávila, éstos se refirieron a una monja, cuya vida estaba regada de eventos extraordinarios y que era muy perseguida y calumniada. Así se encontraron San Francisco de Borja y Santa Teresa de Jesús. El primero confirmó que ésta era guiada por el espíritu divino, y se transformó en su ardiente protector.

Pero nuevamente el demonio y sus secuaces humanos reiniciaron la campaña de calumnias contra la Compañía de Jesús.

Viendo la tempestad que se formaba, Carlos V mandó llamar a su antiguo protegido. En una conversación de tres horas, comprobó su santidad y la malicia de los calumniadores. La protección del emperador salvó nuevamente a la Compañía. Poco después, Carlos V renunciaba al trono y se retiraba al monasterio de Yuste, donde tres años después terminaría sus días mencionando al padre Francisco en su testamento.

Superior, General de la Compañía de Jesús y glorificación post-mortem

Al fallecer San Ignacio, el nuevo General, Diego Laínez, debiendo ausentarse de Roma para participar del Concilio de Trento junto con el padre Salmerón, en calidad de teólogos del Papa, llamó a la Ciudad Eterna al padre Francisco, nombrándolo Vicario General de la Compañía. Y cuando murió el padre Laínez, Francisco de Borja fue elegido por unanimidad tercer General de la Compañía.

Durante su gobierno, envió a sus hijos espirituales al Nuevo Continente, inauguró el noviciado de la Orden, recibiendo en él al futuro San Estanislao Kostka y a muchos otros que morirían mártires en tierras de infieles.

El Papa San Pío V, mientras preparaba su cruzada contra los turcos, pidió al General de la Compañía que, debido a su sangre real y al gran prestigio de que gozaba en la Corte de España, fuera personalmente a tratar con el rey Felipe II sobre su ayuda.

Al volver a Roma, quebrantado y con la salud muy golpeada, Francisco de Borja entregó su alma al Creador, la noche del 30 de setiembre de 1572. No apenas el pueblo, sino también obispos y cardenales acudieron a la casa de la Compañía para besar los restos mortales de aquel que ya consideraban santo.

En 1671, Clemente XI lo canonizó solemnemente. Toda España vibró, particularmente la nobleza, que lo nombró su patrono, obteniendo aún el traslado de sus restos mortales a Madrid. 

Fuentes.-

Adro Xavier, El Duque de Gandía, El Noble Santo del Primer Imperio - Apuntes históricos, Editora Espasa-Calpe, Madrid, 1950.
P. José Leite S.J., Santos de Cada Día, San Francisco de Borja, t. III, Editorial A.O., Braga, Portugal, 1987.
Marcelle Auclair, Santa Teresa de Ávila, Livraria Apostolado da Imprensa, Porto, 1959.


  




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