El Perú necesita de Fátima Visteis el infierno, a donde van las almas de los pobres pecadores. Para salvarlas, Dios quiere establecer en el mundo la devoción a mi Inmaculado Corazón.
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Claridad


Nos encontramos ahora en fase de Cónclave. En tal sentido, queremos atraer especialmente su atención para este esclarecedor artículo que fue publicado en periódicos de las principales capitales del mundo occidental y distribuido en Roma, en agosto de 1978, por ocasión del Cónclave que eligió al Papa Juan Pablo I.


Plinio Corrêa de Oliveira


En estos días la atmósfera electoral satura de arriba abajo nuestro panorama. En Brasil, por supuesto. Y, con la muerte de Pablo VI, lo mismo ocurre en la Iglesia. Nuestra patria temporal y nuestra patria espiritual están en trance de una elección.

Entre el pleito nacional y el augusto Cónclave que pronto se reunirá en Roma, las diversidades son inmensas, lo que se deduce legítimamente de la naturaleza de las cosas.

No obstante, si son tantas las diversidades entre una y otra elección, entre ellas no faltan también algunos puntos de afinidad. De éstos, destaco uno. Aunque extrínseco a ambos actos electorales, este punto de afinidad los condiciona en alguna medida. Y bajo este punto de vista tiene su importancia.

Tanto en lo que se dice respecto al Cónclave como a las elecciones brasileñas,  noto que los comentarios y los pronósticos hablan más respecto a las personas que a los programas.

En esta época en que el público tiene tanta influencia, incluso en los círculos más reservados —en esta época en que tanta gente confunde público con publicidad, e imagina cándidamente que la publicidad expresa siempre la opinión del público— en esta época, en fin, en que tantas veces un público átono, adormecido, deja correr los acontecimientos sin entender el clamor publicitario, ni la conducta de los hombres públicos, frecuentemente hipersensibles a tal clamor, pregunto: ¿Será verdad que las multitudes ven y sienten las cosas como las presentan tantos de los llamados medios de comunicación social?

En lo relativo tanto a Brasil, como a la Iglesia, me inclino a responder negativamente. Dejo aquí de lado a Brasil, porque así lo manda el amor a la brevedad. Y paso a hablar de la Iglesia.

De la Iglesia, sí, en estas vísperas de Cónclave. Ante el verdadero caudal de nombres de candidatos al papado, que le van siendo presentados, al pueblo no le interesa tanto cuál es el lugar de origen, la edad y la carrera eclesiástica, ni cual es la fisonomía de ellos (fisonomía que cabe, la mayoría de las veces, en una de las variantes de moda: jovial-risueña, caritativa-triste, desgreñada-frenética; esta última aún no puesta de moda entre cardenales).

Lo que el pueblo quiere saber se reduce a esta pregunta fundamental: Pablo VI anunció que la Iglesia estaba siendo víctima de un misterioso proceso de “autodemolición” (alocución del 7-12-1968) y que en ella había penetrado el “humo de Satanás” (alocución del 29-06-1972). El fallecido pontífice —ante cuyos restos mortales me inclino aquí con la debida veneración— partió, pues, a la eternidad con la autodemolición en marcha, y el humo de Satanás en expansión. ¿Qué pensará su sucesor sobre la autodemolición y el humo? ¿Cómo se conducirá ante uno y ante otro?

Otras mil preguntas podrían ser formuladas acerca del nuevo Papa. Sin embargo, las que acabo de considerar prevalecen sobre las demás. Porque, quien navega en una barca en medio del peor humo, y en compañía de pasajeros que van descoyuntando el maderamen, se interesa inmediata y principalmente por saber lo que se hará respecto al humo y los destructores de la barca. Ahora bien, la Santa Iglesia de Dios es la admirable, la nobilísima, yo casi diría, la adorable Barca de Pedro. Es natural que tales preguntas se las formulen, en estos días, también los viajeros de esta Barca.

Son incontables los católicos según los cuales el humo y la autodemolición se identifican, a justo titulo, con dos grandes tendencias existentes en la Iglesia de nuestros días. Una de estas tendencias se desenvuelve en un plano teológico, filosófico y moral. Es el progresismo.

La otra tendencia se desenvuelve en el triple plano diplomático, social y económico. Ella se llama, según el ángulo del que se la considere, acercamiento con el Este, acercamiento con el socialismo, y acercamiento con el comunismo.

Si consideramos que el progresismo es, a su vez, un acercamiento con los mil aspectos de lo que se convino en llamar “mentalidad moderna” (la que es, hasta cierto punto, una ficción a la que pocos hombres adhieren enteramente, muchos sólo adhieren con restricciones y en proporciones acentuadamente variables, y que no pocos rechazan), llegamos a la conclusión de que el futuro Papa habrá marcado su pontificado esencialmente por la actitud que tome ante esto, que podemos calificar de doble acercamiento: a) la mundano-publicitaria-progresista; b) la socialo-comunista.

Discúlpeme el lector los neologismos. Tal vez conviniese componerlos de otra manera. Se me presentan al correr de la pluma, y me sirven para expresar fácil y rápidamente lo que quiero decir. Ahorran, así, el tiempo del lector y el mío. En nuestra época, la prisa consigue indulgencia para muchas faltas de elegancia...

¿Qué piensan de estos acercamientos los múltiples cardenales cuyos nombres van siendo lanzados como papabili? ¿Como ve cada uno de ellos las corrientes hacia las que estos movimientos de acercamiento los invitan? ¿Como hidras a las que es preciso abatir inmediatamente con la espada de fuego del Espíritu? ¿Como adversarias inteligentes, dúctiles y tal vez un poco necias, con las cuales es posible llevar lentas, cómodas e incluso cordiales negociaciones? ¿Como socias, en una coexistencia o incluso colaboración perfectamente aceptable, y por algunos lados incluso simpática? Estas son, entre mil, las preguntas que a la mayoría de los pasajeros de la sacrosanta Barca de Pedro les gustaría hacer a cada papabile.

Y para estas preguntas, que flotan en el aire, la mayoría de las veces no veo a mi alrededor sino fragmentos de respuestas, opacos, viscosos, totalmente insatisfactorios.

Ahora bien, quieran o no quieran, cuando de lo alto de la loggia de San Pedro sea proclamado el nombre del nuevo Papa, y el acostumbrado clamor de alegría se levante de la inmensa plaza, circundada por las columnatas berninianas, al mismo tiempo una muda pero ansiosa interrogación se presentará a los espíritus. ¿Será el nuevo sucesor de San Pedro, frente a  los promotores de las aproximaciones, un batallador, un negociador o un conciliador?

Y él, en quien residirá el excelso poder de las llaves, cuyas decisiones son soberanamente independientes de los juicios de los hombres, pero cuya misión pastoral no lo podrá dejar indiferente a las aspiraciones y necesidades de las ovejas, se preguntará en la hora solemne de su aclamación: ¿Cuál de las tres actitudes espera de mí este pueblo inmenso?

Mientras esperamos, en oración ininterrumpida, sumisa y confiada, ese momento ápice del primer encuentro rebosante de júbilo y cargado de preocupaciones, nos queda preguntar: ¿Qué quiere la grey fiel?

Varios, por cierto, tienen su preferencia definida por un Papa que tome enteramente esta o aquella de las actitudes ante el doble acercamiento. Me clasifico, todos lo saben, entre los que exultarían con la elección de un Papa combativo como San Gregorio VII o San Pío X. Otros prefieren claramente un Papa “aproximacionista”, como lo fue en su tiempo Pío VII. Y así otros tantos.

Sin embargo, la inmensa mayoría de los fieles, ¿qué  piensa?

A primera vista, parece apática. Tal apatía, ¿será desinterés? —No lo creo.

¿Qué será entonces? A mi modo de ver es la expresión del desconcierto respetuoso, y por esto mismo silencioso, de quien no entiende, no concuerda y no osa discordar.

Esta inmensa mayoría, en cuyo silencio me parece discernir trazos obvios de fatiga, angustia y desánimo, desea de inmediato, y ante todo, claridad.

Sí, ella desea, en un silencio que se va haciendo enfáticamente perplejo, saber sobre todo ¿qué es este humo? ¿cuáles son los rótulos ideológicos y los instrumentos humanos que sirven a Satanás como “sprays” de tal humo? ¿en qué consiste la demolición, y cómo explicar que esta demolición sea, extrañamente, una autodemolición?

¿No es lo que usted, lector, quisiera saber? ¿Ud., lectora? Pues, yo también. Y como nosotros, miles, millones y cientos de millones de católicos.

¿Y qué puede ser más justo, más lógico, más filial y más noble, que a aquel a quien le fue dicho: “Tú eres piedra, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”, los hijos de la luz le pidan claridad?



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