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Hijos que mandan R.P. Raúl Plus SJ Si la educación de los párvulos ha sido bien hecha, es probable que más tarde los padres manden en su casa. Nada de disciplina de cuartel, sino una sana y alegre libertad; pero cuando el padre o la madre ordenaron algo —conviene que lo sepan los hijos—, es preciso obedecer. Mándese poco; evítense las continuas advertencias: “Ponte bien; ponte tieso; haz esto; no hagas eso”, que exasperan a los niños, merman la autoridad y, a la postre, hacen ineficaz el ejercicio del mando. Los hijos, con esa madeja de órdenes y prohibiciones, acaban por no distinguir entre lo importante y lo que es de puro detalle. Faltos de fuerza para observar todas las prescripciones, resuelven prácticamente no observar ninguna, salvo los casos en que un castigo excesivo acusa el golpe. Mándese poco. Pero manténgase inexorablemente lo que se ha decidido mandar. Si el hijo descubre que es cosa fácil usar de la paciencia de los que han intimado una orden o una prohibición y que, tras un espacio de tiempo más o menos largo, conseguirá la victoria, inconscientemente o por una malicia, que irá progresando, se dedicará a aprovecharse de sus triunfos cada vez más numerosos. “No te apoyes en la pared”. Está bien, el niño suelta la mano. Al cabo de unos instantes vuelve a poner la mano en la pared. Nueva invitación a obedecer. El niño se resigna, y no toca la pared por algún tiempo. ¿Probará fortuna por tercera vez? ¿Por qué no? “Después de la segunda prohibición, la mamá ya no avisa más, por lo común”. Repite, pues, su desobediencia, y la mamá la deja pasar. Ha sido vencida. Y lo será para siempre. He aquí un tipo, entre mil, de educación fracasada.
Al contrario, cuando el niño sabe lo que significan las palabras, no siente la tentación de burlar la orden dada; y si la siente y cede a ella, sabe muy bien que sus padres no transigirán; que le pesará luego; que el castigo guardará proporción con la falta, no pecando de flojo ni de excesivo. Y se atiene a ello. Evítese lo minucioso, dando lugar a la propia iniciativa. Muchos padres se olvidan de que han sido jóvenes y, por lo mismo, de lo que es la juventud. En un libro, Mis hijos y yo, Jerónimo critica suavemente las pretensiones exageradas de ciertos padres, que no quieren hacerse suficientemente cargo de la fuerza de expansión que se posee a los doce, a los catorce, a dieciséis años. Verónica, una de las hijas de la casa, notando que la disciplina del hogar es demasiado rígida, exclama: “—Si las personas mayores quisieran escucharnos podríamos explicarles muchas cosas”. Y decide escribir un libro, en el que da prudentes consejos a los padres. “—Lo comprarán todos los hijos, dice, para regalarlo a su padre o a su madre el día de su cumpleaños”. Acaso sea Verónica un poco presuntuosa; pero no tiene nada de tonta. Puede aprenderse en todas las edades. Incluso de los propios hijos. Incluso cuando sus lecciones adolecen de impertinencias. Es preferible no tener necesidad de tales lecciones.
* Adaptado del libro Cristo en el Hogar, Ed. Subirana, Barcelona, 1960, p. 581-583.
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