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«Tesoros de la Fe» Nº 1 > Tema “Doctores de la Iglesia”

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Santo Tomás de Aquino

Príncipe de la Filosofía y Teología católicas



Proclamado como «esplendor y flor de todo el mundo» por San Alberto Magno, fue llamado Doctor Angélico por el Papa San Pío V, habiendo recibido de la Santa Iglesia el título oficial de Doctor Común, debido a su incomparable sabiduría teológica y filosófica


Plinio María Solimeo


Tomás nació alrededor de 1227 en la pequeña ciudad de Aquino, en la Campagna felice italiana, a los pies del famoso Monasterio de Monte Cassino, estando emparentado con emperadores y reyes, inclusive el de Francia, San Luis IX.

A los cinco años fue enviado al Monasterio de Monte Cassino para estudiar. “La serenidad de su semblante, la inalterabilidad de su temperamento, su modestia y suavidad eran marcas sensibles de que Dios lo había precedido con sus primeras gracias”.1

Muy reflexivo y recogido, el niño pasaba largo tiempo pensando. A un fraile que le preguntó sobre lo que pensaba, respondió con una pregunta que trasluce sus pensamientos infantiles: “¿Qué es Dios?” A esa cuestión él mismo responderá mas tarde, como nadie lo hizo.

A los 10 años Tomás fue enviado para continuar sus estudios en la Universidad de Nápoles. Su primer biógrafo relata que “en las aulas su genio comenzó a brillar de tal forma, y su inteligencia a revelarse tan perspicaz, que repetía a los otros estudiantes las lecciones de los maestros de modo más elevado, más claro y más profundo de lo que había oído”.2

Victoria contra la concupiscencia

Fue en Nápoles, años después, que el adolescente Tomás trabó relaciones con la Orden Dominica, fundada hacia veinte años, y que representaba en la época “la vanguardia doctrinaria y combativa de la Iglesia”.3 Quiso ingresar en ella, pero como era menor de edad, sólo fue recibido entre los hijos de Santo Domingo más tarde, tras el fallecimiento de su padre, en diciembre de 1243.

Su madre, no obstante, tenía otros planes para él, y por eso mandó a dos de sus hijos, soldados del Emperador, en pos de Tomás, que había fugado en dirección a Roma.

Preso Tomás en una torre del castillo, madre y hermanos todo hicieron para convencer al hijo menor a renunciar a aquella aventura. Nada surtió efecto. Los hermanos apelaron entonces a una estratagema infame: contrataron a la más bella de las mujeres de mala vida de la región, prometiéndole una fuerte cuantía si consiguiese llevar al joven al pecado. Sabían que, si él cayese en la impureza, eso quebraría su resistencia.

Tan pronto la infame mujer entró en el cuarto, Tomás, dando muestras de una virtud heroica, tomó de la chimenea un trozo de leña en brasa y corrió atrás de ella, que huyó como pudo. Enseguida, aún lleno de indignación contra la cortesana y de amor a Dios, trazó en la pared una gran cruz, que besó tiernamente, implorando a Dios que nunca perdiese la integridad de la pureza de alma y de cuerpo.

Tan bien tenía Tomás el alma en sus manos, que en poco tiempo volvió a la completa tranquilidad, adormeciendo. Vio entonces en sueño a dos Ángeles que le ciñeron al cuerpo un cinturón de fuego. El confesó después que, a partir de ese momento, nunca más sintió los impulsos de la concupiscencia de la carne. Era la recompensa que recibía por su acto heroico de virtud.

Dos de sus hermanas, convertidas por él, le alcanzaron las Sagradas Escrituras y otros libros de estudio, con lo cual continuó su vida como si estuviese en el convento. En fin, según sus primeros biógrafos, después de casi dos años de prisión, con la ayuda de sus hermanas consiguió escapar, descendido en una cesta hacia los brazos de los dominicos, sus hermanos de hábito, que lo aguardaban.

El encuentro de dos genios, dos santos

Al año siguiente Tomás hizo su profesión religiosa y fue enviado a París. En ese famoso centro universitario brillaba entonces, por su conocimiento, el dominico Alberto de Bollstädt, que pasó a la posteridad como San Alberto Magno. Era tal la afluencia de los que iban a oírlo, que era necesario transportar su cátedra a una plaza pública, hoy aún conocida como Place Maubert (de la contracción de Magni Alberti).

“El encuentro de Tomás de Aquino con Alberto Magno representa un hecho de extraordinaria trascendencia en la historia de la cultura. Tal vez incluso se pueda decir que son los dos colaboradores necesarios para la elaboración del más vasto y consistente sistema filosófico de todas las épocas”.4

De París, el discípulo Tomás acompaña al maestro, que iba a organizar un centro de estudios teológicos de la Orden en Colonia, Alemania.

El monasterio de Monte Cassino, donde Tomás estudió hasta los diez años de edad

Fray Tomás: el “buey mudo”

Para evitar atraer la estima pública y las alabanzas que recibiera en Nápoles por su saber, Tomás se cerró en un mutismo mal interpretado por sus condiscípulos. Además, “un cuerpo grande, lento y pesado, y una placidez un tanto bovina le sirven de espeso envoltorio para un alma benigna y generosa, pero retraída; él es tímido más allá de la humildad, y distraído más allá de la contemplación”.5 Todo eso lleva a que lo llamen “buey mudo” o “gran buey siciliano”.

Cierto día sucedió que un condiscípulo, tomando la concentración de Tomás como señal de que no había entendido lo que el maestro dijera, comenzó caritativamente a explicarle la materia. Mas en determinado momento se confunde por entero y no consigue ir adelante. Calmamente el “buey mudo” comenzó entonces a desarrollar la obscura tesis, con mucha más claridad de que lo hiciera el propio maestro. Los papeles entonces se invirtieron, y el condiscípulo suplicó a Tomás que siempre lo ayudase en sus dudas. Da ahí en adelante no fue posible esconder más aquel talento superior y fabulosa memoria.

Apreciando debidamente aquel tesoro, San Alberto profetizó: “Le llamamos buey mudo; pero un día vendrá en que sus mugidos, al exponer la doctrina, han de oírse en el mundo entero”.

En Colonia, Tomás recibió la ordenación sacerdotal y fue nombrado asistente de San Alberto Magno.

En 1252 fue enviado a París para el doctorado, a pesar de no haber alcanzado aún los 30 años y que la edad prescrita era 35. En la Ciudad Luz, Tomás se volvió muy popular, pues “la modestia de su porte, la sabiduría de sus discursos, su dulzura inalterable, la belleza natural de sus trazos, el fondo de bondad que transpiraba de toda su persona comunicaban algo de celestial y de divino a aquellos que conversaban con él”.6

“Tal vez nunca maestro alguno fuese más apasionadamente admirado y escuchado que Tomás de Aquino. Su culto exclusivo de la verdad comunica a las palabras y a las demostraciones una seguridad que da a los jóvenes auditorios el supremo júbilo de tocar de cerca, en brusco prodigio, la región excelsa de las grandes certezas. En una época llena de vastas aspiraciones, de búsquedas de lo absoluto, las almas quieren más que simples juegos dialécticos sobre conceptos abstractos. Quieren palpar lo real, ser introducidas en el meollo de las cuestiones, entrar en la posesión de las altas evidencias de la razón y de la Fe. Fe que ambiciona comprender. Y Tomás de Aquino, sin prohibirles los ardientes deslumbramientos de la fe, las llevará a la máxima comprensión de los misterios y armonías universales”.7

Según la tradición, San Buenaventura —el gran maestro y santo franciscano— y Santo Tomás recibieron el doctorado el mismo día, en la Universidad de París.8

Unión entre el Rey santo y el Doctor santo

La fama de Santo Tomás se hizo universal, y todos querían oírlo. San Luis IX —el Rey Cruzado— lo consultaba sobre todos los asuntos importantes. Cierto día en que lo invitó a su mesa, el fraile estaba muy silencioso. De repente, dando un golpe en la mesa, Tomás exclamó: “Encontré un argumento concluyente contra los maniqueos”. El rey, temiendo que Tomás pudiese olvidarse del argumento, llamó deprisa a su secretario para anotarlo. “¡Edificante cuadro medieval, muy demostrativo de la perfecta unidad que liga, en ese período nobilísimo de la Historia, a los Reyes y a los Sabios, en los mismos ideales de la conquista de la verdad y del servicio de Dios!” 9

El propio Cielo ratificaba el acierto del gran teólogo. Estando en Nápoles a los pies de un Crucifijo, pidiendo a Dios que le certificase que lo que había escrito sobre la Eucaristía fuera del agrado divino, entró en éxtasis a la vista de otros, se levantó por encima del suelo, y oyó del Crucificado estas palabras: “Escribiste bien sobre mí, Tomás. ¿Qué recompensa deseas?”. El humilde fraile respondió lleno de amor: “Nada sino a Vos, Señor”.

Su sabiduría y su ciencia provenían de la pureza y santidad de vida. Poco antes de morir, confesó a Fray Rei su secretario, que Dios lo había preservado de todo pecado que destruye la caridad en el alma. Más allá de esto, “nunca se entregaba al estudio o a la composición antes de haber, por la oración, vuelto a Dios propicio a sí; y confesaba con candor que todo lo que sabía lo debía menos al estudio y a su propio trabajo que a la iluminación divina”.10

Sus escritos geniales: “bagazo”...

Sin embargo, después de una visión que tuvo mientras celebraba la Santa Misa en la capilla de San Nicolás, en diciembre de 1273, no volvió más a escribir. Y a aquellos que le insistieron para que terminase su obra, respondió: “No puedo. Todo cuanto escribí me parece únicamente bagazo”. Es que, en aquella visión, le fueron revelados misterios y verdades tan altas, que todo lo demás le pareció sin valor.

Al recibir los últimos Sacramentos en el lecho de muerte, en 1274, con menos de 50 años de edad, afirmó delante de la Hostia consagrada: “Yo espero nunca haber enseñado ninguna verdad que no haya aprendido de Vos. Si, por ignorancia, hice lo contrario, yo revoco todo y someto todos mis escritos al juicio de la Santa Iglesia Romana”.11 La posteridad lo conocería como el “Doctor Angélico”.     


Notas.-

1. Rev. Alban Butler, The Lives of the Fathers, Martyrs and Other Principal Saints, D. & J. Sadlier, 1864, vol. I, in site http://www.ewtn.com.
2. Guilhermo de Tocco, Vita, Cap. VI, apud João Ameal, São Tomás de Aquino, Livraria Tavares Martins, Porto, 1941, 2ª ed., p. 17.
3. J. Ameal, op. cit., p. 18.
4. J. Ameal, op. cit., p. 49.
5. G. K. Chesterton, Saint Thomas d’Aquin, versión francesa de MaxiVox, Librairie Plon, París, p. 20.
6. Les Pettits Bollandistes, Vies des Saints, d’après le Père Giry, Bloud et Barral, Libraires-Éditeurs, París, 1882, vol. III, p. 244.
7. J. Ameal, op. cit., p. 107.
8. Cf. The Catholic Encyclopedia, Vol. XIV, by Robert Appleton Company, 1912, Online Edition Copyright © 1999 by Kevin Knight.
9. J. Ameal, op. cit., p. 115.
10. Aeterni Patris, § 40.
11. Rev. Butler, Online Edition.





  




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