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¿A dónde y por dónde he de ir?


Alegoría de la Virtud frente al Vicio, Paolo Veronese, c. 1560 – Óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid

El autor del libro “Energía y Pureza” evoca aquí un episodio de la mitología griega, para ilustrar la gran alternativa que la vida le presenta al joven adolescente: escoger entre dos caminos, el estrecho de la virtud y el ancho del vicio.

Mons. Tihamér Tóth

Conoces la historia de Hércules, el héroe más famoso de la mitología griega? Era la personificación de la fuerza y arrojo varoniles. Su enemigo quiso suprimirle ya en la cuna; puso en esta dos serpientes; pero el niño, dando ya entonces pruebas de robustez, las estranguló. Su vida está tejida de hazañas cada una más gloriosa; mató la hidra de Lerna, amansó el toro de Creta, venció a las amazonas, barrió los establos de Augías, tomó la manzana de oro de las Hespérides… Y, sin embargo, este héroe legendario tampoco se vio libre de aquella prueba a que tienen que someterse los hijos de los hombres; también él se encontró un día en un cruce de caminos y hubo de tomar una resolución definitiva y grave: ¿a dónde, por dónde he de ir?, ¿qué camino he de escoger?

En el cruce de caminos

Acaeció en su mocedad, cuando el muchacho entraba en la adolescencia. Estaba a solas en cierta ocasión, y de repente vio delante de sí a dos mujeres. Empezó, a hablarle una de ellas:

—“Veo, Hércules, que estás meditando sobre qué camino has de escoger en la vida. Si me aceptas a mí por amiga, te llevaré por un camino ameno; la vida solo te brindará placeres, no encontrarás dificultad alguna. No tendrás que pensar sino en comer, beber y satisfacer tus sentidos. Si eres mío, tendrás todos los goces sin trabajo y sin fatiga”.

Hércules la interrumpió:

—“Mujer, ¿cómo te llamas?”.

—“Mis amigos me llaman Felicidad —contestó ella—; mis enemigos, Culpa”.

Se acercó entonces la otra mujer:

—“Yo no quiero engañarte —le dijo—. Te digo sin eufemismos que los dioses no otorgan su favor sino al que trabaja y se fatiga. Si me sigues a mí, tendrás que trabajar arduamente. Si quieres que toda Grecia te alabe por tus virtudes, procura hacer el bien en toda Grecia. Si quieres lograr fama en el combate, aprende bien el manejo de las armas de hombres curtidos en la guerra. Si quieres ser fuerte, somete tu cuerpo a las normas de la razón y acostúmbralo a soportar el trabajo rudo”.

La Culpa la interrumpió:

—“¿Oyes, Hércules, por qué caminos te quiere llevar esta mujer? Yo, en cambio, ¡con qué holgura te conduzco a la felicidad!”.

—“¡Miserable! —exclamó la Virtud— ¿Qué felicidad puedes dar tú? ¿Puede haber junto a ti el más leve asomo de ella, si nada haces para conseguirla? Comes antes de tener hambre, bebes sin tener sed. Durante el verano suspiras por tener nieve y hielo. Deseas dormir, no por haberte cansado el trabajo, sino porque has pasado el tiempo en la holgazanería. Instigas el amor antes de que lo pida la naturaleza y causas oprobio a la condición humana con los abusos del placer sexual. Acostumbras a tus prosélitos a cometer desórdenes durante la noche y a pasar durmiendo las horas preciosas del día.

“Aunque eres inmortal, los dioses no te admiten en su compañía y los hombres bien nacidos te desprecian. Tus jóvenes amigos sufren en su cuerpo; los más avanzados en edad pierden la lucidez de su espíritu. En su juventud se sumergieron en los placeres hasta la hartura, y ahora, envejecidos, van arrastrando su vida con lamentos. Se avergüenzan de lo que hicieron en días lejanos y sufren las duras consecuencias de haber apurado la copa del placer.

“Yo, en cambio, habito con los dioses y tengo la simpatía de los hombres más honrados. Nada noble se ha hecho en el mundo sin mi ayuda. Los dioses y los hombres me respetan. Los artistas me aman como a su auxiliar; los padres de familia, como a la guardiana de su hogar. Mis adictos encuentran sabor en la comida y en la bebida, porque las toman cuando las necesitan. El sueño es más dulce para ellos que para los holgazanes, porque lo concilian con el sentimiento del deber cumplido. Gozan del aprecio de los amigos; la patria los honra. Y cuando llega su último momento no pasan a las sombras del olvido, sino que su recuerdo glorioso vive en labios de las generaciones.

“Hércules, hijo de raza preclara, si obras de esta manera, alcanzarás una gloria inmortal”.

Tal es la historia de Hércules, según nos la cuenta un autor griego antiguo, antiquísimo, Jenofonte, en el libro tercero de su obra Anábasis o Cyri expeditio. He querido contártela ahora, porque tú también te encontrarás un día u otro en el cruce de dos caminos; comprenderás de un modo cabal las palabras siempre vivas de la Sagrada Escritura: “La carne tiene deseos contrarios a los del espíritu” (Gal 5, 17); y tú también habrás de tomar una decisión.

Escúchame.

De niño a joven

Entre los catorce y los dieciséis años de edad, y acaso antes, notas en ti mismo cosas asombrosas, cosas nuevas. Así tu cuerpo como tu alma sufren un cambio, como si empezaran a bullir; se inician en ti nuevos fenómenos y sientes deseos que antes no conocías. Te pasa lo que al mosto cuando empieza a fermentar para trocarse en vino sabroso. Es el período de transición: el niño inconsciente se transforma en joven que tiene conciencia clara de su estado.

Este importante cambio invade y sacude las más pequeñas partículas de tu cuerpo. Casi diríamos que el niño, condenado a perecer, lucha en ti con el joven, que ha de nacer. Así como en primavera la fuerza intensa de la vida sube a las ramas de los árboles adormecidos durante el invierno, y la circulación fresca, rebosante, de la savia empieza a abrir las yemas y las hace estallar, reventar, así también hierve en ti la sangre fogosa de la primavera de la vida y palpita en tus venas y remueve tus deseos, tus pensamientos…

Y tú, ¿qué haces?

Medio aturdido, avergonzado, en plena efervescencia de sentimientos nuevos, sin comprender nada, miras tu alma y casi te sientes como un extraño frente a ti mismo, frente a tu antiguo “yo”. Como las aves de paso a los primeros rayos del sol otoñal, tú te sientes presa de fiebre, de inquietud.

Dime: ¿no es así?

Tu organismo se desarrolla

En primer lugar, tu cuerpo experimenta un gran cambio. Tus miembros se alargan, tu figura tiene algo de cómico. No sabes qué hacer con tus manos largas, torpes, a no ser que las metas en tus bolsillos. ¡Qué pronto te queda corto el primer pantalón largo! Durante las vacaciones creces quince centímetros: y en dos o tres años te conviertes, como cualquier otro de tu edad, en una escoba espantosa que servirá para blanquear el cielo. Ya no corres con la facilidad de los pequeños, pero tampoco tienes el andar tranquilo de los grandes. Tu pulmón se ensancha, tus huesos se ponen más gruesos, tu tórax empieza a abultarse. En tu rostro de niño, hermoso y liso, empiezan a marcarse los primeros rasgos varoniles, duros. Dentro de poco será una ruina tu hermosa voz de soprano y cuando nadie te ve, estás ensayando frente al espejo, a ver si puedes afeitarte la barba que ya asoma.

¿No es así?

Todo indica que estás en la primavera de la vida. Y la primavera es un tiempo de valor inapreciable: ¡decisivo para la cosecha de todo el año! Después de una mala primavera es estéril el verano, espantoso el otoño.

Y no es tan solo tu figura exterior la que cambia, sino que van desarrollándose también los nobles órganos de tu interior. El corazón, el pulmón, el cerebro, todo el sistema nervioso, se lanzan, crecen, se ensanchan con un trabajo interior enorme, para estar en consonancia con todo tu cuerpo.

Esta transición de la niñez a la adolescencia es una verdadera tempestad, un vendaval. Muchas veces sientes dolor de cabeza, vértigos, echas sangre por la nariz, y tu corazón empieza a latir con asombrosa vehemencia. No temas; todo esto es consecuencia del desarrollo verificado en tu organismo. Con buena alimentación, durmiendo bien, distrayéndote razonablemente, puedes cuidar tu salud.

Pero tenlo bien entendido: esta edad, la “edad brutal”, es la más importante de la vida.

¡Cuántos hay, sin embargo, que por ignorancia echan a perder esta importante época de su desarrollo!

En tus abriles

Tu estado psíquico es también variable, caprichoso, se excita con facilidad, es egoísta, obstinado, terco, no reconoce autoridad alguna; y te endiosas, y exiges que todos te aprecien, que te aplaudan siempre. Ahora estás de buen humor, un momento después tienes un humor de perros. Te pareces al mes de abril: por la mañana sale el sol con cara de sonrisas, al cabo de media hora un chaparrón te coge en la calle y te deja empapado, y cuando llegas refunfuñando a casa, el sol ya calienta de nuevo con sus rayos.

Tú también sufres la influencia de todas las impresiones y cambias a cada momento. Ora te enardece un entusiasmo que sube hasta el cielo, ora te sientes hundido en el polvo por el sentimiento de la derrota, de la desesperación, sin que conozcas el motivo. Se apodera de ti el afán de emigrar a tierras desconocidas. Te consumes en deseos de aventuras, de gloria; quieres llevar a cabo grandes hazañas. No es raro el caso de que en esta edad el muchacho huya de su casa. En estos meses, en estos años, tu alma llega a estar congestionada. La más pequeña corriente de aire la irrita y le produce inflamación. ¡Bronquitis del alma! Una fiebre intensa se apodera de ti: refunfuñas, estás descontento, te enfadas. Empiezas a sudar, vas eliminando muchas “burradas”; en el momento álgido casi no sabes hablar decorosamente, sino con despecho, de un modo ofensivo.

Sobre todo, lo que desean los muchachos en esta edad es ser ya hombres realizados. ¡Cuánto darían por tener cuatro o cinco años más! De ahí el esfuerzo y la desazón con que procuran imitar a los mayores. Y lo sorprendente es que no imitan las virtudes y los actos nobles, sino las exterioridades de la vida; se visten como ellos, se mueven como ellos, se peinan como ellos, hablan como ellos, y, naturalmente, fuman y beben como ellos.

Los que no conocen esta edad, cometen la imprudencia de reírse de ti; se burlan del “muchachito tonto”. Acaso no te comprenda tu propia madre. No sabe explicarse cómo tú, que antes eras tan obediente, ahora replicas y eres quisquilloso. Los pequeños te temen, los mayores tienen disgustos por causa tuya, y todo esto te desespera.

No es extraño, porque eres un misterio para ti mismo: se te debe ayuda y no desprecio.

¡Oh, cuán feliz es el que en esa edad encuentra un guía prudente, discreto, a quien consultar con entera confianza todas sus dificultades! ¡Y cuán desgraciado el que acude con sus dudas, con sus graves problemas, a la iniciación insensata de compañeros corrompidos!

Nuevos pensamientos, deseos insólitos

Sientes aún otras cosas extrañas. En tu alma, alma de niño hasta ahora, serena, armónica, sin preocupaciones, se verifican cambios de importancia. Una bruma extraña cae sobre ti. Vaga neblina envuelve tu ser. De las tinieblas de lo ignoto suben pensamientos y deseos que antes ni siquiera sospechabas y que ahora, al encontrarte con ellos por vez primera, te confunden. Recuerdas la tranquilidad anterior de tu espíritu, su serenidad y tersura de hace unos años; y en medio de la turbación que te causan los pensamientos nuevos, escuchas con pavor la voz de la duda. ¿Qué pasa? ¿Me he degradado ya?

No, no. Tranquilízate: todavía no tienes por qué acongojarte.

Pero quiero inculcarte una idea. Has de saber que todo tu porvenir, la rectitud moral de tu vida, se decide en estos años, en la llamada “edad brutal”. Ahora es cuando se echa el dado sobre esta disyuntiva: o el espíritu, que es el único llamado a gobernar, logra enseñorearse de los bajos instintos, y entonces te conviertes en caballero de nobles sentimientos y elevado pensar, o te sometes como pobre esclavo al yugo de los hábitos pecaminosos.

Lo que acabo de escribir y lo que iré escribiendo en las páginas siguientes se refiere a los jóvenes que han llegado a este período de su desarrollo sin haber sentido ninguna influencia nociva exterior; porque, por desgracia, son muchos los que, prematuramente iniciados por compañeros corrompidos, atravesaron antes de tiempo la crisis… pero no la pasaron incólumes.

Empieza a manifestarse en ti una fuerza nueva, de que nada sabías hasta ahora, cuya existencia ni siquiera sospechabas: la llamada fuerza sexual.

El plan de Dios es admirable. El niño nace impotente; y despacio, por grados, va adquiriendo fuerzas, según lo reclama la edad. Al principio no tiene dientes; no los necesita. Pero a los doce meses de edad ya ha de masticar alguna comida; entonces le salen los primeros dientes. Aumenta el número de estos a medida que crecen las necesidades. Es cierto que ya al nacer tiene todos los dientes como en germen, pero este se esconde bajo las encías, esperando con paciencia su tiempo, el tiempo en que la necesidad reclama sus servicios.

De un modo análogo está latente la fuerza sexual hasta la edad de catorce o quince años. Los muchachos nada saben de ella, no saben siquiera que exista, a no ser que los amigos perversos les hablen de ella con lenguaje obsceno. Pero en esta edad empieza a despertarse esta fuerza; y a medida que saca la cabeza en una u otra forma, espanta y llena de temor a los muchachos de conciencia delicada. Este proceso dura desde los catorce o quince años hasta los veinticinco aproximadamente y tiene su período álgido entre los catorce y los dieciocho.

Pero, ¿qué es esta “cosa” nueva que tú empiezas a sentir?

En primer lugar, consideras cada vez con mayor frecuencia el hecho, que desde luego conocías antes, pero no lo pensabas con curiosidad, de que la humanidad está dividida en dos sexos.

En una parte, los hombres; en la otra, las mujeres.

Es un hecho que nunca te había preocupado. Las relaciones que pudiste tener con las niñas se limitaban a esto: al jugar, tirabas fuertemente de sus trenzas, y te divertías con sus estridentes gritos.

Ahora no lo harías por nada del mundo. Si hablas con muchachas en sociedad, se apodera de ti un encogimiento extraño, que antes no sentías; después sientes calor, alegría. Procuras parecer guapo, listo; les dejas entrever tus buenas cualidades, reales o imaginarias: tu talento, tu educación; y en vez de tirarles del cabello —¡Dios me libre!— les ofreces “tus servicios de caballero”; y si te es dado recoger el pañuelo o el guante que se le ha caído a una de ellas, se lo devuelves con profundas inclinaciones, y no parece sino que te echarías de cabeza en un pozo para complacerlas.

El primer amor

De nuevo en casa, entre tus libros, has de apelar a todas las energías de tu voluntad para salir del paso con la lección del día siguiente. Tú también quisieras aprender, quisieras saber cómo se eleva un número al cuadrado y cómo se extrae la raíz cuadrada… pero… ¡he ahí! de repente notas que a la raíz cuadrada le salen ojos, orejas, boca y ¡en un momento —ni tú mismo sabes cómo— ves dibujada en el cuaderno de matemáticas… ¡una encantadora cabecita de muchacha!

Sacas la literatura: Preparas la lección de poética. ¡No estaría mal hacer práctica de las reglas aprendidas! Masticas un poco el lápiz, vas grabando como con un punzón en el papel una estrofa, después, otra y otra; ya está acabada tu primera poesía… amorosa. Indudablemente, el profesor de poética, al ver esta «obra», se creerá que es un hallazgo de la época neolítica o de la de piedra pulida. La rima es siempre la misma, como en los primeros tanteos de versificación al nacer el romance; el ritmo procede a saltos, como un carro viejo por el camino desigual; pero tú estás convencido de que esta poesía tuya vale tanto como cualquier obra de los clásicos.

Y, sin embargo, esto no es más que el principio.

Después te vas dando cuenta de que estos y semejantes pensamientos ganan terreno cada vez mayor en la cabeza, hasta embargar todo tu ser. No hay que darle vueltas: has de confesar que estás enamorado. Y tu conciencia honrada empieza a agitarse, y no llegas a comprender qué es lo que pasa contigo. Algo misterioso empieza a madurar en ti. La semilla ha estado oculta y dormida en el fondo de tu alma, y ahora tu mente de niño, aturdida, acaso pregunte con espanto: ¿es trigo, es cizaña?

Este desarrollo entra en el plan de Dios

Una vez más, amado joven, te lo repito: todavía no hay de qué temer. Todo esto es cosa natural, es un proceso que un día u otro ha de entrar en la vida. Aún más —para hablarte sin ambigüedades—, estos movimientos y sentimientos forman parte del plan de Dios.

Recuerda lo que te dije en el primer artículo, con respecto al Plan del Creador, según el cual está encomendada a la mayor parte de los hombres la conservación y propagación de la especie. Ya viste en aquel pasaje con qué admirable y santa sabiduría proveyó Dios a la conservación de la humanidad. Es voluntad del Señor que en el santuario de la familia se junten y se fundan el amor mutuo de un hombre y una mujer, y que con la unión de los cuerpos y el amor de las almas, la humanidad vaya contando nuevos niños, nuevos capullos humanos, y de este modo se llenen las brechas abiertas en la tierra por la muerte.

Por tanto, brotan en ti estos nuevos sentimientos, según las leyes de la naturaleza; y las leyes de la naturaleza son santas y se conservan tales mientras el hombre no las trastorne con mano imprudente y pecadora. Nuestra alma es santa si sigue las leyes de Dios; santo es también nuestro cuerpo, morada de incomparable hermosura, preparada para el alma.

Ves, pues, estimado joven, cuál es el plan del Creador. Por su divina voluntad empieza a despuntar en el adolescente el interés, el atractivo de las muchachas, entre las cuales has de encontrar también tú un día la compañera de tu vida. El amor, es decir, la inclinación reciproca de ambos sexos, en su tiempo y lugar, no solamente no es pecado, sino, por el contrario, uno de los dones más preciosos de Dios.

Pero el amor es al mismo tiempo… ¡una fosa oscura!

Puros hasta el altar, fieles hasta el sepulcro

No consientas en dar entrada al menor pensamiento, mirada, conversación o acción contra la pureza; en cuanto lo adviertas, recurre a Jesús o a María con una breve oración o jaculatoria

Según la santísima y eterna voluntad de Dios, estos instintos que empiezan a despuntar en ti y en adelante se intensificarán a medida que crezcas en años, solo pueden encontrar satisfacción en el matrimonio, que el mismo Creador instituyó con vistas a la conservación de la especie humana. Pero ¡tú estás todavía lejos del matrimonio! ¡Muy lejos!

Por tanto, ahora tienes el sagrado deber de guardar estos deseos e instintos en su pureza, en su virginidad incontaminada, hasta el día en que conducirás al altar del Señor a tu novia, blanca como la nieve.

Antes del matrimonio, nunca, por ningún motivo, ni a solas ni con otra persona, has de dar satisfacción a estos instintos, ni prestar oído a su voz seductora. Fuera del matrimonio no es lícito complacerse a sabiendas y con plena deliberación en pensamientos, sentimientos y actos que se refieren a la llamada vida sexual.

Estate alerta y no consientas nunca en dar entrada a tales pensamientos, miradas, conversaciones y acciones. Y si, a pesar de todo, tu organismo en pleno desarrollo propone semejantes imágenes a tu fantasía, ahuyéntalos —en cuanto las adviertas— con alguna oración jaculatoria a Jesús o a María, o con otros pensamientos, y no olvides jamás que antes de contraer matrimonio no te es lícito dar satisfacción a tales sentimientos. Si de esta manera obras, irás por el camino recto. Esto es lo importante; encarecidamente te recomiendo que tomes nota de ello para no olvidarlo nunca.

Un peligro de especial gravedad te amenaza en estos años por parte de la fantasía. En esta edad todo joven se vuelve más o menos soñador. Te conviene estar siempre sobre aviso para no caer en el mal de tantos y tantos muchachos, que durante semanas y meses están locos por el héroe de alguna que otra lectura, reviven en su fantasía novelas enteras, y mientras van tejiendo planes magníficos y brillantes respecto de su porvenir, se descuidan de sus deberes, de sus trabajos y se quedan muy atrás en todos los campos. ¡Alerta! ¡Que la neblina de la fantasmagoría sentimental no envuelva tu alma!

Repito lo que ya dije. Estos nuevos deseos, estos ensueños, estos instintos, se despiertan en todo adolescente, sin excepción. El instinto sexual que sientes es de suyo algo santo, ya que es participación misteriosa de la fuerza creadora de Dios. Por tanto, no ha de causarte inquietud el hecho de sentirlo. Esto solamente indica que ya ha empezado en ti el proceso de maduración, y van acumulándose en ti, según los planes de Dios, las fuerzas que más tarde necesitarás para cumplir la misión de padre de familia.

Cuanto más tarde entres en este período, mejor. Los que más pronto lo experimentan (a los doce o trece años de edad) son los enfermizos y los que tienen un sistema nervioso débil; los más tardíos son los sanos (hacia los dieciséis o diecisiete años). Por tanto, alégrate de ser mucho tiempo “niño”; así podrás desarrollarte con más tranquilidad. Las frutas primerizas y los jóvenes precoces no son de gran provecho. Tú mismo has podido observarlo. Vas al jardín; el manzano está cargado de frutos, no maduros aún en su mayor parte; pero acá y acullá se ve una que otra manzana de colores vivos. Aprisa y con alegría vas a cogerlas, ¡son tan hermosas! Les das un mordisco y las echas: están llenas de gusanos. Gute Dinge brauchen Zeit, dice el alemán: las cosas buenas necesitan tiempo.

Y cuando tu desarrollo llega ya a madurez, ha de ser para ti un sagrado deber no excitar, no alimentar con lecturas, conversaciones, miradas, imágenes o acciones sensuales los instintos que se despiertan, sino refrenarlos con el pensamiento de los deberes que te esperan, según el plan del Creador.

En medio del peligro, en medio del huracán

He ahí, joven amigo, cómo tú también llegas un día en el proceso de tu desarrollo a la bifurcación de los caminos. Delante de ti aparecen, como aparecieron delante de Hércules, la Culpa y la Virtud, y te invitan a seguir sus respectivos caminos. La Culpa se te presenta en una forma encantadora y te ofrece a manos llenas sus voluptuosos placeres.

Los instintos, de que más arriba hablamos, a medida que pasan los años (estudiante ahora de secundaria, universitario después), querrán mandar en ti cada vez con más exigencia y tiranía.

Como el ronco aullido de hienas y chacales feroces da escalofrío a la caravana que por la noche descansa en el desierto, así las vehementes embestidas de los bajos instintos turban de continuo los años de tu juventud. Con colores hechiceros se te presenta el placer, el gozo, que la satisfacción inmediata de tu instinto sexual te promete de un modo seductor. Tentaciones incesantes te invitan a abandonar el camino de la pureza; no parece sino que un diablo, libre de sus cadenas, se agita en ti, y te suplica, y te hace promesas, y se ríe de ti, y te empuja a la desesperación, y te lanza ¡adelante!, ¡adelante!, y te instiga a echarte de cabeza en los goces sugestivos de tus instintos.

En el bramar de esta deshecha tempestad casi no te percatas de la noble figura de la Virtud; apenas oyes su voz de amonestación en medio del motín y gritería de los sentidos: ¡Muchacho!, no creas en la Culpa. Consérvate puro. No peques, ni de pensamiento, contra la pureza. Guarda intactos, según el mandato del Señor, tu cuerpo y tu alma; guárdalos para la futura compañera de tu vida. Créeme: únicamente así podrás ser un día hombre honrado, hombre feliz y hombre de carácter.

Y el huracán sigue desencadenándose. Es espantoso alrededor de los dieciocho, veinte, veinticuatro años. Tú, querido joven, has de permanecer firme; has de erguirte inconmovible, en medio de las olas encrespadas, espumeantes. Has de sostener el combate de las pasiones durante varios años; pero mira: estos años de guerra son realmente años “que cuentan doblemente”. Doblemente, porque en este tiempo se forma en definitiva tu carácter. Ahora se decide la suerte de tu vida entera.

Como duros martillazos resuenan las palabras del pagano Ovidio: “No hay arte capaz de reparar el pudor herido: perece este para siempre” (Her. V. 103, 104). Solo una vez puedes perder tu virginal pureza. ¡Ay de ti si das el primer tropezón, porque ya empiezas a deslizarte por la pendiente! El hombre de carácter es aquel que en sus años mozos supo sujetar a duro freno sus pasiones. Fácil es el primer desvío, difícil el corregirlo. Fácil es caerse de la silla de montar, difícil colocarse otra vez en ella. ¡Cuidado!, que por un paso no hayas de llorar un día la felicidad y la áurea inocencia de tu alma con palabras semejantes a las de Grillpazer: “Malvado, devuélveme la áurea paz de mi alma, toda la felicidad de mi vida, mi inocencia. Devuélvemelas” (Die Ahnfrau, III, 109).

Estimado joven, ¿quieres conservarte puro? ¿Comprendes que en el período de desarrollo tus nuevos deseos no tienen derecho todavía de exigir satisfacción porque solo son avisos de Dios respecto del trabajo sublime, creador, a que te tiene destinado en el porvenir? ¿Quieres preservar el vergel de tu alma de la devastación que causa la escarcha de mayo? ¿Quieres tener a raya, con mano vigorosa, tus vehementes instintos? ¿Quieres poner orden en tus pensamientos? ¿Quieres tener firmeza de granito y no errar tras la luz falaz de fuegos fatuos? ¿Quieres esposar con las leyes del espíritu los instintos animales, cuando un infierno de deseos quema tu sangre? Joven, estimado joven, ¿quieres conservarte puro?

Hay jóvenes —por desgracia— que no vigilan, que emprenden sin recelos ni suspicacias el camino de la pendiente. Y, sin embargo, ¡ay de aquel que empieza a bajar! ¡Ay de aquel cuya alma, en pleno florecer, recibe la escarcha de una noche de primavera!