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“Nos gloriamos en las tribulaciones” (Rom 5, 3)

Cómo vivir la fe cuando se prohíbe el culto público


Mons. Athanasius Schneider

Mons. Athanasius Schneider

Millones de católicos en el supuestamente libre mundo occidental se verán privados durante las próximas semanas o incluso meses, y sobre todo durante la Semana Santa y la Pascua —culminación de todo el año litúrgico—, de todo acto público de culto a causa de la reacción tanto por parte de las autoridades civiles como eclesiásticas al brote del coronavirus (Covid-19). La más dolorosa y angustiosa de las medidas que se han dispuesto es privar a los fieles de la Santa Misa y la Sagrada Comunión sacramental.

El ambiente de pánico que impera en casi todo el planeta se alimenta constantemente del dogma universalmente proclamado de la nueva pandemia del coronavirus. Las draconianas y desproporcionadas medidas de seguridad que niegan derechos humanos fundamentales como las libertades de desplazamiento, de reunión y de opinión tienen las trazas de haber sido orquestadas a nivel poco menos que mundial siguiendo un plan preciso. Toda la especie humana se ve prisionera de una dictadura sanitaria mundial que se manifiesta también como una dictadura política.

Un efecto colateral de esta novedosa dictadura sanitaria que se está propagando por el mundo es la creciente e implacable prohibición de toda forma de culto público. A partir del 16 de marzo de este año, el gobierno alemán ha decretado la prohibición de toda forma de reunión para los fieles de todas las religiones. Prohibiciones tan drásticas de toda forma de culto público eran impensables incluso durante el Tercer Reich.

Antes de que se tomaran tales medidas en Alemania, ya había prohibido el gobierno en Italia, y en la propia Roma, epicentro del catolicismo y la Cristiandad, la prohibición de todo culto público. La actual prohibición de culto en Roma nos lleva de vuelta a los tiempos de prohibiciones análogas decretadas por los emperadores paganos de los primeros siglos.

Los sacerdotes que se atrevan a celebrar la Santa Misa en presencia de fieles en semejantes circunstancias se arriesgan a sufrir sanciones y encarcelamientos. La dictadura sanitaria mundial ha creado una situación tal que recrea el ambiente de las catacumbas, de una Iglesia perseguida, una Iglesia clandestina, sobre todo en Roma. El papa Francisco, que el pasado 15 de marzo recorrió solo y con paso vacilante las calles desiertas de Roma en peregrinación a la imagen de Salus Populi Romani en la iglesia de Santa María la Mayor, a la cruz milagrosa de san Marcelo, transmitía una imagen apocalíptica. Recordaba a la siguiente descripción de la tercera parte del secreto de Fátima (dado a conocer el 17 de julio de 1917): “el Santo Padre, antes de llegar a ella, atravesó una gran ciudad medio en ruinas y medio tembloroso con paso vacilante, apesadumbrado de dolor y pena”.

¿Cómo deben reaccionar y comportarse los católicos en semejante situación? Tenemos que aceptarla como recibida de la Divina Providencia, como una prueba que nos proporcionará mayor beneficio espiritual que si no experimentáramos una situación así. Esta situación puede entenderse como una intervención divina en la crisis sin precedentes que vive la Iglesia. Dios se está valiendo de la implacable dictadura sanitaria mundial para purificar la Iglesia, para despertar a la jerarquía de la Iglesia, empezando por el Papa y los obispos, del ensueño de vivir en mundo moderno maravilloso, de la tentación de  juguetear con el mundo, de la inmersión en las cosas temporales y terrenas. Las autoridades de este mundo han apartado a la fuerza a los fieles de sus pastores, han ordenado a los sacerdotes que celebren la liturgia sin fieles presentes.

Esta purificadora intervención divina es capaz de hacernos ver a todos lo que es esencial en la Iglesia: el Sacrificio Eucarístico de Cristo con su Cuerpo y Sangre y la salvación para la eternidad de las almas inmortales. Muchos fieles que de la noche a la mañana se han visto privados de lo esencial comienzan a ver y apreciar más claramente su valor.

A pesar de la dolorosa situación de verse privados de la Santa Misa y la Sagrada Comunión, los católicos no debemos dejarnos vencer por la frustración y la melancolía. Debemos aceptar esta prueba como una oportunidad de obtener abundantes gracias que nos ha preparado la Divina Providencia. Ahora muchos católicos tienen una oportunidad de experimentar lo que era vivir en tiempos de las catacumbas, en la Iglesia clandestina. Esperemos que esta situación rinda nuevos frutos espirituales de confesión de fe y de santidad.

La presente situación obliga a las familias católicas a vivir de primera mano la experiencia de lo que es una iglesia doméstica. En la imposibilidad de asistir a la Santa Misa, ni siquiera los domingos, los padres católicos deben congregar a su familia en casa. Pueden oír Misa por televisión o internet, y si no les es posible, dedicar una hora santa a la oración para santificar el Día del Señor y unirse espiritualmente a las misas celebradas por sacerdotes a puerta cerrada en su localidad o su barrio. La hora santa dominical en una iglesia doméstica se podría celebrar de la siguiente manera:

Rezo del Rosario, lectura del Evangelio del domingo, acto de contrición, Comunión espiritual, letanías, oración por los que sufren y están muriendo, oración por el Papa y los sacerdotes y oración por que termine la actual crisis física y espiritual. La familia católica debe rezar también el Via Crucis los viernes de Cuaresma. No solo eso: los domingos los padres pueden reunirse con sus hijos por la tarde para leerles vidas de santos, y en particular historias de épocas de persecución de la Iglesia. Yo tuve la inapreciable bendición de vivir una experiencia así en mi niñez, y me proporcionó el cimiento de la Fe católica para toda la vida.

Los católicos que ahora se ven privados de asistir a la Santa Misa y recibir sacramentalmente la Sagrada Comunión, quién sabe si por varias semanas o varios meses, pueden pensar en aquellos tiempos de persecución en que durante años los fieles no pudieron asistir a la Santa Misa ni recibir otros sacramentos. Así sucedió, por ejemplo, durante la persecución comunista en muchos lugares del imperio soviético.

Sirvan las siguientes palabras de Dios para infundir fuerzas a todos los católicos que actualmente sufren por estar privados de la Santa Misa y la Sagrada Comunión:

“No os extrañéis del fuego que ha prendido en vosotros y sirve para probaros, como si ocurriera algo extraño. Al contrario, estad alegres en la medida que compartís los sufrimientos de Cristo, de modo que, cuando se revele su gloria, gocéis de alegría desbordante” (1 Pe 4, 12-13).

“¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que nos consuela en cualquier tribulación nuestra hasta el punto de poder consolar nosotros a los demás en cualquier lucha, mediante el consuelo con que nosotros mismos somos consolados por Dios!” (2 Cor 1, 3-4).

“A fin de que vuestra fe, saliendo de la prueba mucho más preciosa que el oro perecedero –que también se acrisola por el fuego– redunde en alabanza, gloria y honor cuando aparezca Jesucristo” (1 Pe 1, 6-7)

En tiempos en que la Iglesia era objeto de crueles persecuciones, san Cipriano de Cartago (+258) impartió esta edificante enseñanza sobre el valor de la paciencia:

“Es la paciencia lo que refuerza y afirma los cimientos de nuestra fe. Es lo que acrecienta nuestra esperanza. Lo que dirige nuestras acciones, para que nos afirmemos en el camino de Cristo mientras andamos guiados por su paciencia. Cuán grande es el Señor Jesús, y cuán grande su paciencia, que quien es adorado en el Cielo todavía no es vengado en la Tierra. Tengamos en cuenta, amados hermanos, la paciencia de Él en nuestras persecuciones y padecimientos. Obedezcamos aguardando con gran ilusión su venida” (De patientia, 20; 24).

Queremos rogar con plena confianza a la Madre de la Iglesia, invocando la potencia intercesora de su Corazón Inmaculado, para que esta privación de la Santa Misa rinda abundantes frutos espirituales de verdadera renovación en la Iglesia al cabo de décadas de noche de persecución de los auténticos católicos, sacerdotes y fieles que sufre la Iglesia. Prestemos atención a estas estimulantes palabras de san Cipriano:

“Si se descubre la causa de la calamidad, ya se conoce el remedio para el mal. El Señor ha dispuesto que su familia sea puesta a prueba. Y como una larga paz corrompió la disciplina que Dios nos había impuesto, esta reprensión celestial ha despertado nuestra fe, que flaqueaba, iba a decir que dormía. Y si bien merecíamos más por nuestros pecados, nuestro misericordiosísimo Señor lo ha mitigado todo hasta tal punto que lo que nos ha sucedido parece más una prueba que una persecución” (De lapsis, 5).

Quiera Dios que esta breve prueba de privación del culto público y de la Santa Misa infunda en el corazón del Sumo Pontífice y de los obispos un renovado celo apostólico por  los tesoros espirituales perennes que Dios les confió: celo por la gloria y el honor de Dios, por la unicidad de Jesucristo y su sacrificio redentor, por la centralidad de la Eucaristía y su sagrada y sublime forma de celebración, por la mayor gloria del Cuerpo Eucarístico de Cristo; celo por la salvación de las almas inmortales, por un clero casto y de mentalidad celestial. Prestemos nuevamente atención a las alentadoras palabras de san Cipriano:

“Es necesario alabar a Dios y celebrar con acción de gracias, aunque ni siquiera durante la persecución han dejado nuestras voces de dar gracias. Pues no hay enemigo que sea tan poderoso para impedirnos a quienes amamos al Señor con todo nuestro corazón, nuestra vida y nuestras fuerzas, proclamar siempre y en todo lugar sus bendiciones y alabanzas glorificándolo. Gracias a las oraciones de todos, ha llegado el día que tanto ansiábamos. Tras las temibles y espantosas tinieblas de una larga noche, resplandece en el mundo la luz del Señor” (De lapsis, 1).