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Cuarto artículo del Credo Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado El cuarto artículo del Credo nos enseña que Jesucristo, para redimir al mundo con su sangre preciosa, padeció bajo Poncio Pilato, murió en la Cruz y fue sepultado. La palabra Padeció expresa todas las penas que Jesucristo sufrió en su pasión. Jesucristo murió en cuanto hombre, porque en cuanto Dios no podía padecer ni morir. El suplicio de la cruz era el más cruel y afrentoso de todos los suplicios. El que condenó a Jesucristo a ser crucificado fue Poncio Pilato, gobernador de la Judea, quien había reconocido la inocencia del Salvador, mas cedió vilmente a las amenazas del pueblo de Jerusalén.
Jesucristo hubiera podido librarse de las manos de los judíos y de Pilato, mas se sujetó voluntariamente a padecer y morir para salvarnos, por saber que así lo quería su eterno Padre, y aún salió al encuentro de sus enemigos y se dejó espontáneamente prender y llevar a la muerte. Crucificado en el monte Calvario Jesucristo en la Cruz rogó por sus enemigos; dio a su misma Madre, María Santísima, por madre a su discípulo San Juan, y en él a todos nosotros; ofreció su muerte en sacrificio y satisfizo a la justicia de Dios por los pecados de los hombres. No bastara que viniese un ángel a satisfacer por nosotros, porque la ofensa hecha a Dios por el pecado era, en cierta manera, infinita, y para satisfacer por ella se requería una persona que tuviese un mérito infinito. Era menester que Jesucristo fuese hombre para que pudiese padecer y morir, y que fuese Dios para que sus padecimientos fuesen de valor infinito. Era necesario que los méritos de Jesucristo fuesen de valor infinito porque la majestad de Dios, ofendida por el pecado, es infinita. [Pero] no era absolutamente necesario que Jesús padeciese tanto, porque el menor de sus padecimientos hubiera sido suficiente para nuestra redención, siendo cualquiera acción suya de valor infinito. Quiso Jesús padecer tanto para satisfacer más copiosamente a la divina justicia, para mostrarnos más su amor y para inspirarnos sumo horror al pecado. A la muerte de Jesús se oscureció el sol, se estremeció la tierra, abriéronse los sepulcros y muchos muertos resucitaron. El cuerpo de Jesucristo fue sepultado en un sepulcro nuevo, cavado en la peña del monte, no lejos del lugar donde le habían crucificado. En la muerte de Jesucristo, la divinidad no se separó ni del cuerpo ni del alma, sino solamente el alma se separó del cuerpo. Jesucristo murió por la salvación de todos los hombres y por todos ellos satisfizo. Murió por todos; pero no todos se salvan, porque o no le quieren reconocer o no guardan su ley, o no se valen de los medios de santificación que nos dejó. Para salvarnos no basta que Jesucristo haya muerto por nosotros, sino que es necesario aplicar a cada uno el fruto y méritos de su pasión y muerte, lo que se hace principalmente por medio de los sacramentos instituidos a este fin por el mismo Jesucristo, y como muchos no reciben los sacramentos, o no los reciben bien, por esto hacen para sí mismos inútil la muerte de Jesucristo (Catecismo Mayor de San Pío X, Ed. Magisterio Español, Vitoria, 1973, pp. 17-19).
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