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«Tesoros de la Fe» Nº 30 > Tema “Dios”

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¿Por qué Dios no hace que toda la humanidad se convierta y lo acepte?


PREGUNTA

Tengo 25 años, todos ellos vividos en una familia católica. Hago lo posible por seguir y respetar la doctrina de la Iglesia, pero confieso que desde hace tiempo mi fe es asaltada por dudas que angustian mi corazón. Siempre aprendimos que Dios es Padre y sólo de bondad, y que nunca abandona a sus hijos. ¿Pero por qué vemos en el mundo personas absolutamente inocentes (como niños, por ejemplo) sufriendo las mayores privaciones? Leí anteriormente que todo flagelo padecido por la humanidad es el resultado de los pecados del propio hombre. Comprendo esta afirmación, pero vuelvo a preguntar: ¿por qué personas inocentes, sujetas a Dios y a la Iglesia, son verdaderamente martirizadas en este mundo? ¿Cómo Dios, siendo sólo bondad, puede dejar que una madre que ora incesantemente por la cura de su hijo, lo pierda? ¿Por qué Dios atiende a unos pedidos y a otros no? Como católicos creemos que Cristo es el Señor y el Salvador de la humanidad, y que nos redimió por medio de su expiación. Es decir, no necesitamos sufrir porque Él ya sufrió por nosotros. El Señor podría mandar a sus ángeles para convertir a todo el mundo, así no habría más pecado. ¿Por qué entonces Dios no hace que toda la humanidad lo acepte?



RESPUESTA

La primera impresión de quien lee la misiva es la de que se trata de un conjunto de preguntas, todas muy pertinentes, aunque no muy bien concatenadas entre sí, versando sobre varios asuntos. Sin embargo, en su esfuerzo por hacer explícitas sus dudas, la propia lectora termina encontrando en la pregunta final el unum que las concatena y conduce a la solución: ¿por qué Dios no manda a sus ángeles y hace que toda la humanidad se convierta y lo acepte?

Esta pregunta tiene sentido, porque la humanidad se encuentra hoy más apartada de Dios que nunca. Y tuvo sentido en todos los tiempos, porque lamentablemente la aceptación de Dios sufre alti bajos a lo largo de la historia. Esto explica el desconcierto y las perplejidades ante el mundo de hoy y de siempre.

Presentando este diagnóstico global, conviene descender a lo concreto e intentar aclarar la pregunta en cada una de sus perplejidades.

Designios divinos

¿Por qué Dios no impide que los hombres se dilaceren entre sí, causando la muerte de personas que nada tienen que ver con el motivo de la disputa? ¿Por qué permite catástrofes naturales en las que perecen tantos inocentes? ¿Por qué no manda a sus ángeles para controlar a las fuerzas adversas que actúan en el mundo y para coordinarlas para beneficio de la humanidad?

En el despiadado atentado terrorista del 11 de marzo en Madrid, cientos de personas inocentes resultaron heridas y más de un centenar perdieron irremediablemente la vida

Extendiendo estas interrogantes al interior del propio hombre —donde está el meollo de la cuestión—, ¿por qué no le dio el Creador un cuerpo más robusto, exento de privaciones e inmune a las enfermedades? ¿Por qué finalmente decretó hasta su muerte: Statutum est hominibus semel mori — “Está decretado a los hombres el morir una sola vez” (Heb. 9, 27)?

La respuesta a estas cuestiones nos introduce en el misterio de los designios divinos. Sin embargo, pueden ser presentadas algunas razones que aclaran muchos  puntos.

El plan “A” de Dios

La primera razón es que Dios quiso que el hombre alcanzase la vida eterna con algún mérito de su parte. La salvación eterna es un don gratuito de Dios, de valor infinito —pues es la ¡POSESIÓN! de Dios por toda la eternidad. De sí, el hombre es absolutamente incapaz de merecerla condignamente (es lo que los teólogos llaman mérito de condigno). Pero el hombre, inspirado y movido por la misericordiosa gracia de Dios, puede hacer obras buenas a las que Dios atribuye un cierto mérito (que los teólogos llaman mérito de congruo), el cual guarda cierta proporción, aunque finita, con el premio INFINITO prometido por Dios.

Ahora bien, para que haya la grandeza del mérito, es preciso que el hombre sea libre de optar entre el bien y el mal. Si él fuese obligado a obrar siempre el bien, no habría mérito de su parte. De modo que cuando, por el influjo de la gracia, él hace el recto uso de esta libertad practicando el bien, merece de congruo la vida eterna. Cuando practica el mal, viola el orden establecido por Dios y se encamina por culpa  propia a la perdición eterna.

Fue así que el desorden entró en el mundo por el pecado, trastornando el plan “A” de Dios, en el cual el hombre, colocado por Dios en un “paraíso de delicias” (cf. Gén. 2, 8) estaría libre de la muerte, de las enfermedades y de toda catástrofe, por el don de la integridad concedido a Adán y Eva (que comprendía los dones de la inmortalidad, de la impasibilidad y de la exención de la concupiscencia y de la ignorancia). A causa del pecado estos dones preternaturales les fueron retirados, no pudiendo pues transmitirlos a sus descendientes (así como un padre que pierde toda la fortuna en un juego deja a su familia en la miseria).

Como se ve, el designio primero —el plan “A”— de Dios era espléndidamente generoso para el hombre, dándole los dones de la inmortalidad, impasibilidad y ciencia infusa, con miras a preservarlo de todos los sufrimientos que mi lectora describe de modo tan agudo. ¡Queda así explicado por qué ocurren desgracias en el mundo y, al mismo tiempo, exaltada la paternalísima MISERICORDIA de Dios, cuando creó al hombre!

Para evitar infortunios y catástrofes, sería necesario mutilar al hombre, quitándole su libertad; cosa que Dios no podría hacer, pues el ser libre hace parte de la propia esencia del ser humano, tal como fue concebido y creado a imagen y semejanza de Dios.

De ahí que, para arreglar lo que anda errado en el mundo, Dios necesita valerse de otros medios que no impliquen en coartar la libertad del hombre, como enseguida veremos.

Cartel oficial conmemorativo del centenario de la muerte de Santa Teresita del Niño Jesús, ejemplo de inocente víctima expiatoria

El plan “B” de Dios

Para sacar al hombre de la situación de pecado en que se encontraba —expulsado del Paraíso Terrenal e imposibilitado de entrar en el Cielo— Dios estableció un plan “B”, que fue la Encarnación del Verbo y la Redención del género humano (No es el caso de entrar aquí en la magnífica hipótesis levantada por algunos teólogos, de que la Encarnación del Verbo se hubiese dado aun sin el pecado de Adán y Eva. Esta linda cuestión nos desviaría del rumbo de esta respuesta). De cualquier modo, el hecho que el Verbo de Dios se haya hecho hombre es una tal honra para el género humano, que ese plan “B” es en verdad un plan “A+A”, es decir, en cierto sentido superior al primero, pues nos devolvió la “participación en la naturaleza de Dios”.

Ahora bien, en la Redención, la gran Víctima inocente que se inmoló por nuestros pecados fue Nuestro Señor Jesucristo. Él es el Inocentísimo por excelencia, que se hizo víctima para salvarnos. Y su inmolación fue de un valor divinamente infinito, y superabundante para rescatar los pecados de toda la humanidad pasada, presente y futura. Esto no significa, sin embargo —como dice la consulta— que “no necesitamos sufrir, porque Él ya sufrió por nosotros”. Para que los méritos infinitos de Jesucristo crucificado sean aplicados a cada uno de nosotros individualmente, es indispensable que unamos nuestros sufrimientos a los suyos. De ahí que a cada uno de nosotros le cabe en esta vida su cuota de expiación y sufrimiento.

Pero aquí entra otro misterio de nuestra santa Religión: el de la Comunión de los Santos. Dios convoca a los justos para completar en su carne la cuota de reparación y sufrimientos que los otros no cubrieron. Por eso se dice que justos pagan por pecadores. Y es un honor que hagamos eso, pues estamos atendiendo el llamado de Dios en favor de nuestros hermanos, o sea, “amando al prójimo como a sí mismo”. En esta misteriosa substitución de los justos por los pecadores se vislumbra la explicación de las víctimas inocentes que Dios suscita en este mundo. El sufrimiento de tantos inocentes —a los cuales Dios muchas veces no revela el sentido de su sufrimiento— no es, empero, sin propósito a los ojos de Dios.

Pues si nosotros los humanos sentimos conmiseración por esas víctimas inocentes, la bondad y la conmiseración de Dios hacia ellas es infinitamente mayor que la nuestra. Y así, al permitir sufrimientos tan dilacerantes, saca de ellos mérito para la salvación de innumerables almas. No obstante, es preciso confesar que estamos realmente ante un misterio de Dios, que sólo en el Cielo entenderemos perfectamente.

Una palabra final sobre el valor de nuestras oraciones: es infaliblemente seguro que ninguna de nuestras oraciones bien hechas queda sin atención. Si Dios no nos da exactamente lo que pedimos, es porque nos concede una gracia aún mayor, que nos es más valiosa y necesaria. Dios en su sabiduría, ciencia y misericordia infinitas, sabe mejor que nosotros lo que redunda  en nuestro mayor bien.     





  




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