Tema del mes Iglesia y Estado: ¿unión o separación?

Fuerzas de la República francesa derriban las puertas de una iglesia en Yssingeaux

Francia, 1905: Una ley separa a la Iglesia del Estado. Cien años después, los daños a la sociedad son innumerables.

En el Perú ha existido un proceso de lenta y paulatina secularización, que comenzó con el advenimiento de la República y que actualmente se encuentra bastante avanzado. No obstante, los lazos entre las dos esferas, espiritual y temporal, no están rotos. Por ello, consideramos que es impropio hablar de un Estado laico. Aunque el Perú dejó de ser un Estado confesional a partir de la Constitución de 1979, sus vínculos con la Iglesia siguen siendo muy estrechos. Tales relaciones se rigen por el Concordato de 1980 con la Santa Sede. Un reflejo reciente de esta concepción laica y anticatólica es el intento de prohibir los símbolos religiosos en lugares públicos, como la propuesta de retirar los crucifijos. En este artículo se analiza la doctrina católica sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado.

Postal de la época, que representa a la República apoderándose de los bienes de la Iglesia

En 1905 una ley francesa que determinó la separación de la Iglesia y el Estado, dio lugar a una virulenta persecución de la religión católica en aquel país. En nombre de la laicidad del Estado, se suprimieron las oraciones en las escuelas, se retiraron los crucifijos de los tribunales y otros edificios públicos, además de suprimir las festividades religiosas del calendario. Se organizó entonces una ofensiva contra toda y cualquier manifestación pública de religiosidad no solo en Francia sino en varios países.

En nuestros días, asistimos al intento de prohibir toda y cualquier expresión religiosa fuera de los templos. A esto se suma, desde hace ya bastante tiempo, que el curso de religión ha dejado de tener el lugar que merece en el currículo escolar. Por otra parte, en nombre de una supuesta laicidad del Estado, se proponen las leyes más absurdas y contrarias a la moral católica, como el “matrimonio” homosexual, el aborto y la eutanasia. Como resultado, la sociedad se entrega de manera creciente a la disolución de las costumbres, los vicios, la corrupción y el crimen, en la más vergonzosa amoralidad.

¿Por qué? Porque en realidad, detrás de la elección entre unión o separación, hay dos concepciones de la vida. De ahí la utilidad de examinar la cuestión desde el punto de vista de la doctrina católica, sobre todo después de un siglo en el que han cambiado tantas cosas fuera e incluso dentro de la Iglesia.

¿Qué se entiende por unión entre la Iglesia y el Estado?

El régimen de unión significa que ambos poderes, como sociedades perfectas y soberanas en su propio ámbito, deben respetarse y colaborar entre sí para lograr su respectivo fin.

En un país de raigambre católica como España, el régimen de unión se expresaba antiguamente en el artículo 6º del Fuero de los Españoles, que señalaba: “La profesión y práctica de la religión católica, que es la del Estado español, gozará de protección oficial. Nadie será molestado por sus creencias religiosas ni por el ejercicio privado de su culto”.1 Nada más sencillo y claro. Todos tienen garantizada la libertad de conciencia y la práctica privada de su culto, pero la religión oficial, con derecho al culto público, es la católica.

Una linda expresión de los homenajes que el poder temporal debe rendir al espiritual —en última instancia a Dios, que creó y mantiene todo lo que existe— es el hecho narrado en las crónicas sobre el reinado de Felipe II. Al pasar por una calle, el rey se encontraba a veces con una pequeña procesión que llevaba el Viático (la Sagrada Comunión) a algún moribundo. Entonces bajaba de su caballo o carruaje y se unía a la humilde procesión de los fieles para acompañar al Santísimo Sacramento hasta alguna cabaña, donde un pobre súbdito del rey terrenal iba a recibir al Rey del cielo y de la tierra.

Concepción secular, ateísmo práctico

El régimen de unión entre la Iglesia y el Estado fue mucho más común de lo que se imagina. En realidad, era la regla general en la cristiandad. En nuestros días, la separación se ha generalizado tanto que incluso muchos católicos la consideran normal.

Sin embargo, el régimen de separación habitúa a los fieles a un estilo de vida que, a corto o largo plazo, produce un daño muy grave, como bien lo advirtieron los obispos italianos en una pastoral colectiva en vísperas del Concilio Vaticano II. Este daño proviene del hecho de que el Estado laico nos sitúa “frente a una concepción puramente naturalista de la vida, en la que los valores religiosos son rechazados explícitamente o relegados al recinto cerrado de las conciencias y a la penumbra mística de los templos, sin derecho a penetrar e influir en la vida pública del hombre”.2

Felipe II, Sofonisba Anguissola, 1565 – Óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid

Ahora bien, como lo advierte acertadamente Pío XI basándose en san Agustín, los hombres no están menos sometidos a la autoridad de Cristo en su vida colectiva que en su vida privada, ya que la sociedad no es más que un conjunto de individuos.3

Lo contrario corresponde precisamente al laicismo. La visión laica de la sociedad considera al hombre, bajo el prisma del materialismo histórico, como un producto de la evolución o del azar. Y tiende a organizar la vida ignorando el lado espiritual del ser humano, su destino eterno, la existencia de Dios y sus derechos como Creador y Redentor de la humanidad.

Tal concepción produce terribles consecuencias. Ya en 1956, Mons. Angelo Dell’Acqua, sustituto de la Secretaría de Estado del Vaticano (cargo equivalente al actual Secretario de Estado), consideraba que, “como consecuencia del agnosticismo religioso de los Estados”, quedó “amortecido o casi perdido en la sociedad moderna el sentir de la Iglesia”.4

Nótese que perder el sentir de la Iglesia no es muy diferente a perder la fe. ¿Puede entonces el católico tolerar el triunfo del laicismo agnóstico en la vida pública?

No parece ser ese el pensamiento de Benedicto XVI, quien en su homilía a los obispos reunidos en Roma así se expresó: “La tolerancia que, por decirlo así, admite a Dios como opinión privada, pero le niega el ámbito público, la realidad del mundo y de nuestra vida, no es tolerancia sino hipocresía”.5

La Iglesia Católica condena la tesis de la separación obligatoria

No es de extrañar, por tanto, que el Magisterio de la Iglesia haya actuado enérgicamente contra la separación obligada de los dos poderes, reclamada por las sectas agnósticas. Es más, afirmó que en principio el régimen de unión es el normal. León XIII, en la encíclica Immortale Dei, del 1 de noviembre de 1885, al condenar dicha separación forzada, enumera los pronunciamientos de sus predecesores en el mismo sentido.

Así Gregorio XVI, el 15 de agosto de 1832: “No podríamos augurar resultados felices para la Iglesia y para el Estado de los deseos de quienes pretenden con empeño que la Iglesia se separe del Estado, rompiendo la concordia mutua del imperio y del sacerdocio. Todos saben muy bien que esta concordia, que siempre ha sido tan beneficiosa para los intereses religiosos y civiles, es muy temida por los fautores de una libertad desvergonzada”.

El beato Pío IX, en el Syllabus, condena la proposición según la cual “la Iglesia debe estar separada del Estado, y el Estado debe estar separado de la Iglesia” (Prop. LV).

El propio León XIII, en la encíclica Humanum Genus, del 20 de abril de 1884, acusa a los masones de proponerse “anular en la sociedad toda influencia del magisterio y autoridad de la Iglesia; por esto proclaman y defienden doquier el principio de que ‘Iglesia y Estado deben estar por completo separados’”.

Sentencia de un gran santo: San Pío X

Sin embargo, la condena más contundente y específica la pronunció san Pío X en la encíclica Vehementer Nos del 11 de febrero de 1906, a raíz de las medidas adoptadas por el gobierno francés para abolir todos los actos o manifestaciones públicas que pudieran recordar la religión, así como “la secularización de los hospitales y de las escuelas; la separación de los clérigos de sus estudios y de la disciplina eclesiástica para someterlos al servicio militar; la dispersión y el despojo de las órdenes y congregaciones religiosas y la reducción consiguiente de sus individuos a los extremos de una total indigencia”. Considerando estas y otras medidas como pasos para llegar a una separación completa y oficial con la ley de 1905, san Pío X proclama: “Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva. Porque, en primer lugar, al apoyarse en el principio fundamental de que el Estado no debe cuidar para nada de la religión, infiere una gran injuria a Dios, que es el único fundador y conservador tanto del hombre como de las sociedades humanas, ya que en materia de culto a Dios es necesario no solamente el culto privado, sino también el culto público”.

S. Pío X: “Que sea necesario separar al Estado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa y sumamente nociva”.

La tesis de la necesaria separación de la Iglesia y el Estado, advierte el Papa, constituye una verdadera negación del orden sobrenatural; limita, en efecto, la acción del Estado apenas a la búsqueda de la prosperidad en esta vida, que es solo el fin próximo de las sociedades políticas. Tal tesis no se ocupa en absoluto, como si fuera ajeno a ella, del fin último que es la felicidad eterna, propuesta al hombre cuando esta vida tan corta haya llegado a su fin.

Sin embargo, como el orden actual de las cosas se desarrolla en el tiempo y está subordinado a la conquista de este bien supremo y absoluto, el poder civil no solo no debe obstaculizar esta conquista, sino que debe contribuir con ella. De ahí que la unión entre la Iglesia y el Estado sea lo normal.

También según la encíclica de san Pío X, la separación perturba el orden tan sabiamente establecido por Dios en el mundo, que exige una concordia armoniosa entre las dos sociedades. Por lo tanto, es condenable erigir en principio que el Estado no debe reconocer el culto católico.

“Porque ambas sociedades —la sociedad religiosa y la sociedad civil—, aunque cada una dentro de su esfera, ejercen su autoridad sobre las mismas personas, y de aquí proviene necesariamente la frecuente existencia de cuestiones entre ellas, cuyo conocimiento y resolución pertenece a la competencia de la Iglesia y del Estado. Ahora bien, si el Estado no vive de acuerdo con la Iglesia, fácilmente surgirán de las materias referidas motivos de discusiones muy dañosas para entrambas potestades, y que perturbarán el juicio objetivo de la verdad, con grave daño y ansiedad de las almas”.

Después de exponer las razones —que aquí limitamos a lo esencial— por las que la separación de la Iglesia y el Estado no puede erigirse en principio, el Papa pronuncia su solemne sentencia: “Teniendo presente nuestro deber apostólico, que nos obliga a defender contra todo ataque y conservar en su integridad los sagrados derechos de la Iglesia, Nos, en virtud de la suprema autoridad que Dios nos ha conferido, condenamos y reprobamos la ley promulgada que separa al Estado francés de la Iglesia; y esto en virtud de las causas que hemos expuesto anteriormente, por ser altamente injuriosa para Dios, de quien reniega oficialmente, sentando el principio de que la República no reconoce culto religioso alguno.

La Iglesia y el Estado a la luz de la doctrina católica

Según la concepción católica, Dios creó la inmensidad del universo y colocó en su centro al hombre, hecho “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 27). Verdadero microcosmos, es decir, una miniatura del orden del universo, el hombre es una especie de resumen de la Creación, que contiene en sí mismo elementos de todos los reinos de la naturaleza (espiritual, animal, vegetal y mineral).

Dios quiso que Adán y sus descendientes dominaran la tierra. Los dotó de instintos y aptitudes naturales con vistas a su fin. Los instintos más fuertes son los de conservación de la vida, procreación y sociabilidad. Porque, como dice la Sagrada Escritura, Dios vio que “no es bueno que el hombre este solo” (Gn 2, 18). Por eso creó a Eva para que le ayudara. Así se constituyó la primera sociedad de la tierra: la sociedad conyugal, la familia, base de cualquier otra sociedad. “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1, 28), fue el mandato divino.

Como ser social, dotado de cuerpo y alma, el hombre tiene apetencias de orden espiritual y de orden físico. El hombre tiene más necesidad de la religión que del alimento, porque fue creado para conocer, amar y servir a Dios en esta tierra y obtener la felicidad eterna.

Enseña León XIII en la encíclica Immortale Dei sobre la constitución cristiana del Estado, del 1 de noviembre de 1885: “El hombre está ordenado por la Naturaleza a vivir en comunidad política. El hombre no puede procurarse en la soledad todo aquello que la necesidad y la utilidad de la vida corporal exigen, como tampoco lo conducente a la perfección de su espíritu. Por esto la providencia de Dios ha dispuesto que el hombre nazca inclinado a la unión y asociación con sus semejantes, tanto doméstica como civil, la cual es la única que puede proporcionarle la perfecta suficiencia para la vida”.

El reino de Cristo y la misión de la Iglesia

Con la desobediencia de nuestros primeros padres (el pecado original), el género humano fue castigado. El pecado y el crimen entraron en el mundo. Pero el Padre Eterno envió al Mesías para rescatar a la humanidad. “Mi reino no es de este mundo” (Jn 18, 36), dijo Nuestro Señor Jesucristo en vísperas de su holocausto supremo. ¿Qué significan sus palabras?

Para que lleguemos al Cielo Jesucristo fundó la Iglesia: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”.

La vida terrena es el camino, la vida eterna es el fin del hombre. El reino de Cristo no es de este mundo, pero en este mundo se encuentra el camino por el que llegaremos a él.6 Y como escalera para alcanzar el Cielo y la felicidad eterna, fundó la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-20).

En estas palabras de fundación de la Iglesia, Nuestro Señor establece claramente una jerarquía, cuya cúspide visible es el Papa, sucesor de Pedro y Vicario de Jesucristo; por debajo de él, los obispos en unión con él, como sucesores de los Apóstoles; luego los simples sacerdotes. Y por último los laicos.

He aquí el principio definido por la autoridad del Concilio Vaticano I (c. 10): “La Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales en la que todos los fieles tienen los mismos derechos, sino que es una sociedad de desiguales, no solo porque entre los fieles unos son clérigos y otros laicos, sino, de manera especial, porque en la Iglesia reside el poder que viene de Dios, por el que a unos es dado santificar, enseñar y gobernar, y a otros no”.

¿Con qué propósito común?

Dios quiere reunir bajo la jefatura de Jesucristo, el nuevo Adán, todos las cosas que hay en el cielo y en la tierra (Ef 1, 10), y “la Iglesia es sacramento, esto es, signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”, según la declaración Dominus Jesus, publicada el 6 de agosto del 2000 por la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuyo Prefecto era entonces el cardenal Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI. “La misión de la Iglesia es anunciar el reino de Cristo y de Dios, establecerlo en medio de todas las gentes; [la Iglesia] constituye en la tierra el germen y el principio de este reino”, añade ese documento.

Por lo tanto, en cierto modo, el reino de Cristo ya está como que incoado en aquellas almas que son fieles a las enseñanzas del Divino Maestro. La Iglesia es una sociedad que tiene los pies en la tierra y la mirada puesta en el Cielo. El reino de Dios se realizará en su plenitud en el otro mundo, pero debemos procurar que comience a realizarse en estado germinal ya en este mundo; y no solo en lo más íntimo de cada fiel, sino en el conjunto visible de la sociedad.

La autoridad ha sido constituida por Dios, según san Pablo

El Estado es, como la Iglesia, una sociedad perfecta, noble en su fin y soberana en su ámbito. El poder temporal tiene su fundamento en el orden natural, ya que toda sociedad necesita una cabeza, una autoridad, para poder cumplir con su finalidad 7 y tiene a Dios como autor. San Pablo es explícito: “No hay autoridad que no provenga de Dios” (Rom 13, 1). Escribiendo a Tito, el mismo Apóstol recuerda y ordena a los fieles “que se sometan a los gobernantes y a las autoridades”. Y manda que “no hablen mal de nadie ni busquen riñas”, a no ser que las leyes de los hombres contengan prescripciones contrarias a la ley de Dios. En este caso la justicia consiste en no obedecer. En la encíclica Sapientiae Christianae, del 10 de enero de 1890, León XIII recordó la actualidad de esta enseñanza del Apóstol sobre los deberes cívicos de los cristianos.

La sociedad y el Estado tienen un fin sacral

¿Cómo debe actuar la autoridad investida de poder civil para cumplir su misión?

El padre Taparelli, eminente jurista italiano, es bastante claro al respecto: “La acción social tiene su principio en la autoridad que habla por boca del superior; que esta debe impulsar al hombre entero hacia el bien común con medios proporcionados a sus naturales propensiones; que el bien común consiste en la conformidad de la acción social con los fines del Creador.8

De este modo, se esbozan las obligaciones del poder civil, específicamente dirigido al gobierno de la sociedad temporal, que por regla general debe buscar el bien común. Este corresponde a la disposición de los medios para que los individuos y la sociedad en su conjunto alcancen la perfección de su existencia, realizando las legítimas aptitudes y apetencias con las que han sido creados, en armonía con la ley natural y la ley divina. Se trata de una sociedad orgánica, es decir, una sociedad dotada de miembros con funciones diferentes y desiguales, como en el organismo humano.

Como advirtió san Pío X en la citada encíclica Vehementer Nos, la acción del Estado no debe tener como objetivo exclusivamente la prosperidad pública de esta vida, que es apenas el fin próximo de las sociedades políticas. Debe tener en cuenta también el fin último del hombre, que es la felicidad eterna.

Si la sociedad temporal se estructura según la doctrina católica, acabará produciendo una cultura y una civilización, un orden de cosas que Plinio Corrêa de Oliveira califica de “fundamentalmente sacral”. Un orden sacral implica el reconocimiento, por parte del Estado, de los poderes de la Iglesia y, en particular, del Sumo Pontífice: poder directo sobre las cosas espirituales, poder indirecto sobre las cosas temporales, en la medida en que conciernen a la salvación de las almas.9 Basándose en santo Tomás de Aquino (De Regimine Principum, I, 14-15), el pensador brasileño concluye que la sociedad y el Estado tienen un fin sacral, ya que ambos deben favorecer la vida virtuosa en común.

La doctrina cristiana es civilizadora

Según estos principios, no es difícil entender cómo los órdenes espiritual y temporal nada tienen de contradictorio. Al contrario, se complementan armoniosamente, como el alma y el cuerpo.

Luis XIV toca a los escrofulosos, Jean Jouvenet, 1690 – Óleo sobre lienzo, iglesia abacial de Saint-Riquier, Francia

“Obra inmortal de Dios misericordioso —escribe León XIII al comienzo de su encíclica Immortale Dei sobre la constitución cristiana del Estado—, la Iglesia, aunque por sí misma y en virtud de su propia naturaleza tiene como fin la salvación y la felicidad eterna de las almas, procura, sin embargo, tantos y tan señalados bienes, aun en la misma esfera de las cosas temporales, que ni en número ni en calidad podría procurarlos mayores si el primero y principal objeto de su institución fuera asegurar la felicidad de la vida presente. Dondequiera que la Iglesia ha penetrado, ha hecho cambiar al punto el estado de las cosas. Ha informado las costumbres con virtudes desconocidas hasta entonces y ha implantado en la sociedad civil una nueva civilización”.

El Estado no puede sino ganar con la difusión de la doctrina cristiana, ya que formará buenos ciudadanos del orden civil. Así lo explica Pío XI en la encíclica Divini Illius Magistri, del 31 de diciembre de 1929, citando al cardenal Antoniano, discípulo de san Felipe Neri: “Cuanto mayor es la armonía con que el gobierno temporal favorece y promueve el gobierno espiritual, tanto mayor es su aportación a la conservación del Estado. Porque la autoridad eclesiástica, cuando, de acuerdo con su propio fin, procura formar un buen cristiano con el uso legítimo de sus medios espirituales, procura al mismo tiempo, como consecuencia necesaria, formar un buen ciudadano, tal cual debe ser bajo el gobierno político. La razón de este hecho es que en la santa Iglesia católica romana, ciudad de Dios, se identifica completamente el buen ciudadano y el hombre honrado”.10

Pío XI recuerda igualmente el desafío planteado en su tiempo por Tertuliano (siglos II-III) y san Agustín (siglos IV-V): “Los que afirman que la doctrina de Cristo es enemiga del Estado —señalaba este último—, que presenten un ejército tal como la doctrina de Cristo enseña que deben ser los soldados; que presenten tales súbditos, tales maridos, tales cónyuges, tales padres, tales hijos, tales señores, tales siervos, tales reyes, tales jueces y, finalmente, tales contribuyentes y exactores del fisco cuales la doctrina cristiana forma, y atrévanse luego a llamarla enemiga del Estado. No dudarán un instante en proclamarla, si se observa, como la gran salvación del Estado”.11

Así, en lugar de perjudicar al Estado, la Iglesia contribuye a su mejor funcionamiento y garantía.

Las obras de la Iglesia son una ayuda benéfica para el Estado

Transponiendo esto a términos modernos, si el Estado adoptara oficialmente la verdadera doctrina de la Iglesia —no nos referimos, por supuesto, al progresismo que aqueja a amplios sectores eclesiásticos— tendríamos un país en el que bastaría con un número reducido de policías y cárceles para mantener el orden público. Los impuestos serían mucho más bajos, porque la corrupción sería rara. La justicia se haría con mucha más eficacia y las autoridades civiles se impondrían con mayor respeto.

Serva ordinem et ordo servabit te,12 dice un refrán latino. Si las almas estuvieran en orden, todo iría mejor y el país progresaría a pasos agigantados. Es fácil entender cómo los pueblos pueden alcanzar un alto grado de civilización si se desarrollan en tales condiciones, como sucedió en la Europa cristiana. Es a una situación como esa, aumentada y con un mayor esplendor, a donde parece apuntar el Mensaje de Fátima cuando nos habla del futuro triunfo del Inmaculado Corazón de María.

La Caridad, François Bonvin, 1851 – Óleo sobre lienzo, Museo de Bellas Artes, Niort

Antes de la crisis que se manifestó en la Iglesia después del Concilio Vaticano II había —todavía existen, pero en número reducido— incontables órdenes, congregaciones y asociaciones religiosas cuya finalidad específica era promover el apostolado entre los enfermos, en asilos, residencias u hospitales. Los padres camilos o de la buena muerte, por ejemplo. El número de institutos femeninos dedicados a obras hospitalarias era enorme. Los religiosos que se dedicaban a este apostolado no estaban afiliados a sindicatos, no hacían huelga, no estaban ceñidos a horarios. No velaban tan solo por el cuerpo de los enfermos, sino también, y con mayor atención, por el alma. No trabajaban por un buen sueldo ni esperaban ninguna recompensa en esta vida. Por amor a Dios, se ocupaban a veces de las tareas más repugnantes y humildes. Por eso estas entidades eran mucho más eficientes que cualquier instituto de seguridad social o servicio médico estatal de nuestros días, en los que a menudo encontramos una burocracia perezosa que lo retrasa todo, la dejadez de los empleados, la codicia de los que quieren escalar a mejores cargos públicos.

Un ejemplo más, en el ámbito de la educación. Por derecho natural, la educación de un niño pertenece en primer lugar a los padres, a la familia, y solo de manera supletoria a la sociedad civil. Pero el hombre tiene alma, y la Iglesia es la guardiana del orden sobrenatural. Tiene la misión de enseñar a todos los pueblos y bautizarlos (cf. Mt 28, 18-20). Por lo tanto, la educación también es tarea de la Iglesia, especialmente en lo que respecta a la instrucción religiosa en los países católicos.

¿Cuántas órdenes y congregaciones religiosas se inmolaron en la tarea de educar y enseñar a los pueblos a veces primitivos? Su número es incontable. Fueron miles los hijos de santo Domingo, san Francisco y san Ignacio que estuvieron presentes en la epopeya de la evangelización de América. Los colegios de agustinos y mercedarios, salesianos y claretianos, padres franceses y marianistas, para solo mencionar algunos, siguen siendo hoy en día destacados centros educativos. ¿No constituye esto una ayuda preciosa para la sociedad temporal, que los representantes del Estado deberían reconocer oficialmente?

Esta descripción, sin embargo, arranca del fondo del corazón un gemido de dolor. Después que el progresismo invadió la Iglesia, y el “humo de Satanás” penetró en ella,13 los teólogos de la liberación y las monjas ecofeministas consideran ahora que las obras de caridad son “paternalistas”, “asistencialistas” e inútiles. Tan solo les interesa la revolución social. ¿Se puede seguir llamando católicos a quienes de ese modo ensucian la túnica inmaculada de la Esposa de Cristo, como tantos eclesiásticos envueltos en escándalos?

El Estado tiene la obligación de rendir culto a Dios

Una gran reina de España que impulsó la evangelización de América. Isabel la Católica, Luis de Madrazo y Kuntz, 1848 – Óleo sobre lienzo, Museo del Prado, Madrid.

Muchos consideran que el régimen de unión entre la Iglesia y el Estado se ha vuelto anacrónico, incluso en las naciones de mayoría católica. Para ellos, el cardenal Alfredo Ottaviani, Prefecto del Santo Oficio (actual Congregación para la Doctrina de la Fe) durante el pontificado de Pío XII, declaró en 1953: “Si hay una verdad cierta e indiscutible entre los principios generales del Derecho público eclesiástico es aquella que afirma el deber de los gobernantes de un estado compuesto en su casi totalidad por católicos, y, consecuentemente y concretamente, gobernado por católicos, de informar la legislación en sentido católico. Lo que implica tres inmediatas consecuencias:

1. La profesión pública y no solo privada de la religión del pueblo.

2. La inspiración cristiana de la legislación.

3. La defensa del patrimonio religioso del pueblo contra cualquier asalto de quien quisiera arrancarle el tesoro de su fe y de su paz religiosa”.14

“El Estado tiene el deber de profesar públicamente la religión”, agrega el purpurado, porque: “Los hombres, socialmente unidos, no se encuentran menos sometidos a Dios que cuando están aislados, y la sociedad civil, no menos que las personas que la integran, es deudora a Dios, ‘que la creó y la conserva y le concede innumerables dádivas y multitud de bienes”.15

El cardenal cita la enseñanza de Pío XII en el mismo sentido, condenando “el error de aquellos que con intento temerario pretenden separar el poder político de toda relación con Dios, del cual dependen, como de causa primera y de supremo señor, tanto los individuos como las sociedades humanas; tanto más cuanto que desligan el poder político de todas aquellas normas superiores que brotan de Dios como fuente primaria”.16

Pío XII argumenta que: “Despreciada de esta manera la autoridad de Dios y el imperio de su ley, se sigue forzosamente la usurpación por el poder político de aquella absoluta autonomía que es propia exclusivamente del supremo Hacedor, y la elevación del Estado o de la comunidad social, puesta en el lugar del mismo Creador, como fin supremo de la vida humana y como norma suprema del orden jurídico y moral”.17

Esta deificación del Estado solo puede producir, evidentemente, el colapso de la propia sociedad. Esto es lo que ocurrió con los regímenes totalitarios —el nazismo y el comunismo, principales ejemplos— que llevaron a poblaciones enteras a las ruinas de la guerra y la esclavitud.

Los enemigos de la Iglesia, tan dispuestos a criticar el poder temporal de algunos pontífices del Renacimiento, olvidan metódicamente la frecuente propensión a la tiranía de los estados seculares, incluso en nuestros días.

El ideal de una civilización auténticamente cristiana

Plinio Corrêa de Oliveira escribe en su obra Revolución y Contra-Revolución: “Un alma en estado de gracia esta en posesión, en grado mayor o menor, de todas las virtudes”.

Al nacionalismo que endiosa al Estado, al humanismo que endiosa al hombre, la concepción católica opone el ideal de la civilización cristiana.

¿Qué es la civilización católica? —“Es la estructuración de todas las relaciones humanas, de todas las instituciones humanas y del propio Estado, según la doctrina de la Iglesia”.18

Plinio Corrêa de Oliveira explica que un alma en estado de gracia está en posesión, en grado mayor o menor, de todas las virtudes. Iluminada por la fe, dispone de los elementos para formar la única visión verdadera del universo. Tal visión del universo elaborada según la doctrina de la Iglesia, es el elemento fundamental de la cultura católica. Esta última comprende todo el saber humano, se refleja en el arte e implica la afirmación de valores que impregnan todos los aspectos de la existencia.19

Un orden así establecido corresponde al reinado de Nuestro Señor Jesucristo en los corazones de sus fieles y en toda la sociedad. Este es el significado más elevado de la devoción a Cristo Rey.

Este orden sacral no es una vana utopía. No solo es realizable, sino que ya se ha realizado, como lo atestigua León XIII en la encíclica Immortale Dei.

La Edad Media, un apogeo del orden sacral

Históricamente, tal vez se pueda decir que este orden sacral comenzó a establecerse en Europa con la conversión de Clodoveo, rey de los francos, a finales del siglo V,20 arrastrando consigo a un pueblo guerrero que, abriéndose a la influencia de la Iglesia, favoreció la cristianización no exclusivamente de la Galia sino de toda una vasta región de Europa.

Al cabo de tres siglos, Carlomagno dio un nuevo impulso a esta obra, que posteriormente se vio coronada con la formación del Sacro Imperio Romano Germánico. Así surgió el ideal de la Cristiandad, uniendo a un conjunto de Estados bajo la observancia de la doctrina de Jesucristo Nuestro Señor.

Tras un periodo de nuevas invasiones bárbaras y una cierta anarquía feudal, este orden cristiano siguió floreciendo hasta alcanzar su máxima perfección histórica en el apogeo de la época medieval (siglos XII y XIII).

Se produjo entonces la feliz unión entre el sacerdocio y el imperio, a la que hizo referencia León XIII. Connotados historiadores eclesiásticos han escrito sobre este periodo: “El hombre del medioevo, lleno de espíritu cristiano, se movía en un plano de fe y de vida sobrenatural; su existencia en este mundo no tenía más objeto que el de realizar el reino de Cristo; de ahí que le pareciese lo más obvio el que su vicario [el Papa] interviniese en todos los actos de la vida social y política. No solo el individuo, sino la sociedad, en cuanto tal, debía gobernarse por las normas de la religión. Su profunda mentalidad cristiana no concebía la separación de la Iglesia y del Estado. Por encima de todas las naciones de la cristiandad se elevaba la doble autoridad universal del Papa y del Emperador, este como brazo armado de aquel”.21

Decadencia del espíritu católico medieval

Llamando a los fieles a la sobriedad y a la vigilancia, san Pedro dice que el demonio, nuestro adversario, está siempre rugiendo a nuestro alrededor, buscando a quién devorar. Debemos resistirle con la fortaleza de la fe (cf. 1 Pe 5, 8-9). En un determinado momento la sociedad medieval careció de esta vigilancia. Y su decadencia se hizo inexorable. Los vicios se desataron en los palacios reales, en las ferias y calles, en los parlamentos y universidades de los centros europeos más importantes.

De hecho, la concordia entre la Iglesia y el Estado ya había sufrido un golpe en los gloriosos tiempos de San Gregorio VII (Papa de 1073 a 1085), cuando Enrique IV, sucesor de Carlomagno a la cabeza del Sacro Imperio, se rebeló contra el Papado a propósito de las investiduras. El Santo Pontífice lo doblegó en el episodio de Canossa, pero el Emperador no se dio por vencido.

Lutero en Worms. A cambio de ventajas personales, muchos príncipes alemanes apoyaron al monje apóstata.

Cuando el hombre se entrega al orgullo y a la sensualidad, la ley es dictada en función de su placer y de su egoísmo. “El absolutismo de los legistas, que se engalanaban con un vano conocimiento del Derecho Romano, encontró en príncipes ambiciosos un eco favorable”.22

San Luis IX, rey de Francia —el rey cruzado contemporáneo de santo Tomás de Aquino, san Buenaventura y san Francisco de Asís— no podía ciertamente imaginar que su nieto Felipe IV el Hermoso se convertiría en el paradigma de la revuelta contra el Papado.

Bonifacio VIII publicó la bula Unam Sanctam en 1302. Esta contundente reafirmación de la superioridad del poder espiritual sobre el temporal no pudo ser aceptada por espíritus renacentistas como Felipe IV de Francia, que envió a Guillaume Nogaret a presionar al Papa en Anagni. Nogaret lo hizo por medio de Sciarra Colonna. El resultado es bien conocido: el Papa fue apresado y humillado en su residencia. La población de la ciudad lo liberó, pero el Pontífice murió un mes después de disgusto.

A esta altura, los actores del humanismo renacentista ya están en escena y triunfarán por doquier a lo largo de los siglos XV y siguientes. Ahora bien, la doctrina humanista saca a Dios del centro de nuestras reflexiones y coloca al hombre en él. Una vez contaminado el orden temporal, sus efectos se dejaron sentir pronto en el orden espiritual, en el que también penetró el espíritu renacentista, incluso en la corte de algunos Papas. Condiciones suficientes para el estallido de todos los abusos, por parte de ambos poderes.

De la boca de Lutero se alzó otro grito de revuelta contra el Papado: “¡Fuera Roma!”. A cambio de ventajas personales, muchos príncipes alemanes apoyaron al monje apóstata. Se estableció el falso principio de que cada pueblo debía adoptar la religión de su príncipe. La revuelta protestante se extendió por Europa y una guerra de religión ensangrentó el viejo continente. Estos errores son los precursores del laicismo actual, que destruye en las almas el sentire cum Ecclesia.

La diosa razón en Notre-Dame de París

En el clima descrito, era evidente que las condiciones para un perfecto entendimiento entre la Iglesia y el Estado se habían deteriorado. Aun así, el régimen de unión entre las dos potencias perduró en la mayoría de los países católicos hasta el final del Antiguo Régimen, hasta que el tifón de la Revolución Francesa trató de imponer la Constitución Civil del Clero, violando brutalmente los derechos de la Iglesia.

Es conocido el episodio de la exhibición de una mujer de mala vida, desnuda, en la catedral de Notre-Dame de París, representando a la diosa razón para ser adorada como tal. El racionalismo, el iluminismo, así como el espíritu cartesiano de la duda, están en la raíz filosófica del protestantismo y de la Revolución Francesa. Todos están perfectamente implicados en el laicismo agnóstico que impuso la separación entre Iglesia y Estado.

Los republicanos laicistas franceses fijaron en las iglesias confiscadas el lema “Libertad, Igualdad, Fraternidad”.

Después de la persecución religiosa que ensangrentó a Francia durante el Terror, la Revolución cambió de táctica para una nueva metamorfosis. Con Napoleón, “la Revolución con botas” llegó a un acuerdo con la Iglesia mediante un Concordato. Pero volvió a la carga en la época de Napoleón III y sobre todo en la Tercera República, con las características de un furibundo anticlericalismo que se mantuvo hasta la Primera Guerra Mundial, iniciada en 1914.

La ley de 1905 desencadenó una nueva persecución religiosa. Los billetes de 20 francos de la época llevaban la frase “Dios proteja a Francia”. Un decreto de 7 de enero de 1907 lo sustituyó por el lema de la Revolución Francesa: “Libertad, Igualdad, Fraternidad”. Así pues, no es por mero espíritu burocrático que los republicanos laicistas franceses fijan este mismo lema en las iglesias confiscadas a los católicos. Es por odio a la Iglesia Católica, a su doctrina y a su Divino Fundador.

Al exponer el régimen ideal de unión entre la Iglesia y el Estado, no queremos decir que, en la práctica, deba adoptarse necesariamente en nuestros días. En un momento en el que la Iglesia, infiltrada por las corrientes progresistas, se encuentra en lo que muchos consideran la mayor crisis de su historia, y en el que los Estados están corroídos por todo tipo de venenos revolucionarios del mundo moderno, tal unión, en lugar de producir buenos frutos, podría constituir una fuente de errores e injusticias aún mayores que las actuales: no sea “peor el remedio que la enfermedad”.

El triunfo del Inmaculado Corazón de María, previsto en Fátima, ciertamente modificará de forma sustancial esta situación. Mientras tanto, pidamos a María Santísima que nos proteja contra los nuevos embates del laicismo anticatólico; que proteja maternalmente al Perú de manera muy particular, así como a otras naciones hermanas amenazadas por el mismo adversario.

 

Notas.-

1. Cf. in https://es.wikisource.org/wiki/Fuero_de_los_Espa%C3%B1oles_de_1945.

2. Episcopado Italiano, Il Laicismo – Pastoral colectiva dirigida al Clero de Italia, del 25 de marzo de 1960.

3. Cf. Encíclica Quas Primas, del 11 de diciembre de 1925, nº 13.

4. Mons. Angelo Dell’Aqua, citado por Plinio Corrêa de Oliveira, in Revolución y Contra-Revolución, Tradición y Acción, Lima, 2018, p. 30.

5. Homilía en la Basílica de San Pedro, el 2 de octubre de 2005, en la apertura de la XI Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos in http://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/homilies/2005/documents/hf_ben-xvi_hom_20051002_opening-synod-bishops.html.

6. Cf. Plinio Corrêa de Oliveira, La Cruzada del Siglo XX, in “Catolicismo” nº 1, enero de 1951.

7. Cf. Luis Taparelli D’Azeglio SJ, Ensayo Teórico de Derecho Natural, Lib. e Imp. de San José, Madrid, 1884, t. I, nº 730 en adelante.

8. Idem, nº 734. Las letras en negrita son nuestras.

9. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, p. 65.

10. Cardenal Silvio Antoniano, Dell’educazione dei figliuoli, I 43, apud Pío XI, encíclica Divini Illius Magistri, in http://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_31121929_divini-illius-magistri.html, nº 42.

11. San Agustín, Epist. 138, 15 : PL 33, 532, apud Pío XI, encíclica Divini Illius Magistri, ibidem.

12. “Guarda el orden y el orden te guardará”.

13. La conocida expresión es de Paulo VI, en la alocución Resistite fortes in fide, del 29 de junio de 1972 in Insegnamenti di Paolo VI, Tipografía Poliglotta Vaticana, vol. X, p. 707.

14. Cardenal Alfredo Ottaviani, Deberes del Estado Católico para con la Religión, in https://summa.upsa.es/high.raw?id=0000004113&name=00000001.original.pdf.

15. Idem, ibidem.

16. Pío XII, encíclica Summi Pontificatus, del 20 de octubre de 1939 in http://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20101939_summi-pontificatus.html.

17. Idem.

18. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, p. 65.

19. Idem.

20. Se considera el año 496 como el más probable de la conversión de Clodoveo. Ver Godefroid Kurth, Clovis, ed. de la Saine/Tallandier, París, 1978, p. 285.

21. Ricardo García Villoslada SJ y otros, Historia de la Iglesia Católica, BAC, Madrid, 1953, t. II, p. 683.

22. Plinio Corrêa de Oliveira, Revolución y Contra-Revolución, p. 41.

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Tesoros de la Fe N°235 julio 2021


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