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«Tesoros de la Fe» Nº 137 > Tema “Múltiples expresiones de la devoción mariana”

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Dios nos dio una Madre incomparable


María, aurora para el mundo y para cada alma en particular, «nuestra vida» y «nuestra dulzura»

R. P. Thomas de Saint Laurent


¿Quieres transformar tu vida? ¿Quieres practicar con facilidad las virtudes que te parecen inaccesibles, y que Dios sin embargo las pide? ¿Quieres conocer las alegrías inefables que solamente el amor a Jesús puede proporcionar, y que hacían las delicias de los santos? ¿Quieres experimentar en ti tales maravillas?

Si lo quieres seriamente, no vaciles un solo segundo: recurre a María. No hay camino más directo para ir a Nuestro Señor.

María —canta la liturgia católica— es nuestra vida y nuestra dulzura: “Vita, dulcedo et spes nostra, salve!” Estas palabras tan consoladoras y tan profundas servirán de introducción dogmática a este modesto escrito, y nos recordarán el papel capital que la Madre de Cristo ejerce junto a nosotros.

La sublimidad de la Virgen Madre

Pero esa vida desbordante, esa vida divina que nos da el Salvador, no la recibimos sino por María.

El Mesías habría podido venir a la tierra como Adán, en la plenitud de su fuerza y belleza. Nada habría sido más fácil para su omnipotencia. Sin embargo, Jesús no quiso actuar así: nació de una Virgen.

María formó su divino cuerpo en su seno inmaculado. Ella lo alimentó, veló por él durante sus primeros años, lo guardó a su lado durante mucho tiempo. Cuando sonó la hora de la inmolación suprema, la Virgen estaba de pie junto a la Cruz, y con el alma enteramente dilacerada ofrecía al Padre, para la salvación de los hombres, a su Hijo bienamado.

Fue María quien dio a Jesús al mundo.

El papel sublime de la Virgen Madre no se detiene allí. Nuestro Señor no se contenta con haber venido al mundo en la gruta de Belén. Él también desea nacer en cada una de nuestras almas: cuando recibimos la gracia santificante, es la vida de Jesús que nace en nosotros.

Dispensadora de todas las gracias

¿Tu alma está tambaleante? ¿Tienes una gran dificultad para conservar en el corazón, en medio de las tentaciones violentas de este mundo, el tesoro de la amistad divina? A pesar de tus buenos propósitos, ¿te ocurren caídas y reincidencias frecuentes? Si es así, no lo dudes, estás muy distante de la fuente de las gracias; eres negligente para invocar a María en tu auxilio. Si la hubieses invocado más fielmente, no habrías caído.

¿Tu alma está desanimada bajo el golpe de la prueba? ¿Qué hiciste, pues, en la hora del sufrimiento? Te abandonaste a esa tristeza tibia que paraliza nuestras fuerzas. En tu abatimiento, omitiste tus deberes de estado, tal vez hasta incluso tus prácticas de piedad. Te correspondía haberte arrojado instintivamente en los brazos de tu Madre celestial; deberías haberle rezado a toda costa. Si no tuviste siquiera la fuerza de musitar una simple Avemaría, deberías al menos haber clamado por Ella, invocando su nombre bendito. Inmediatamente la Virgen se habría inclinado sobre ti, te habría consolado y reconfortado.

María es la vida de nuestras almas porque nos da a Jesús, el Autor de toda vida.

María es también nuestra dulzura

Ella no se contenta con trabajar eficazmente por nuestra salvación, sino que se esfuerza para que nos sea más fácil; cubre de flores, bajo nuestros pasos, el arduo camino de la virtud.

María tiene por nosotros la ternura de una Madre. No se olvidó de las últimas recomendaciones que Jesús le dirigió al morir. Cuando agonizaba en la Cruz, el Salvador nos la confió: “Ahí tienes a vuestro hijo” (Jn 19, 26), le dijo señalando a cada uno de nosotros. Estas palabras quedaron profundamente grabadas en su corazón tan puro y tan bueno. Desde entonces Ella no cesa de ejercer a nuestro lado los deberes de la más afectuosa de las madres.

María sabe, por lo demás, que de algún modo nos es deudora de sus incomparables privilegios. Si no hubiésemos pecado, si no hubiéramos tenido necesidad de la Redención, ¿habría Ella conocido esas alegrías, que sobrepasan infinitamente nuestras cortas inteligencias, las alegrías de la maternidad divina?

Es, pues, con cierta forma de reconocimiento que se inclina sobre nuestra miseria para ayudarnos.

La Santísima Virgen ameniza nuestra vida

Intercede ante Nuestro Señor para apartar de nosotros las penas y los castigos que con tanta frecuencia merecemos. Como en las Bodas de Caná, su piedad se compadece de nuestras aflicciones. Ella dirige una plegaria a su Divino Hijo en nuestro favor, y casi siempre el Corazón compasivo de Cristo se deja tocar.

Hay, sin embargo, horas en que la prueba se abate sobre nosotros; el sufrimiento es la gran ley de la vida. Entonces María concede a aquellos que la invocan tal abundancia de gracias, que no sienten más el fardo que los aplasta.

En las pruebas, lanza sobre María una prolongada mirada de esperanza y de amor. Aprenderás por experiencia propia aquello que sintieron tan frecuentemente los grandes servidores de Nuestra Señora.

Las cruces son muy amargas pero, como decía San Luis María Grignion de Montfort, la divina Madre las prepara para nosotros como un confite en la miel de la divina caridad.

La Inmaculada Concepción

Dios creó a los ángeles para hacerlos partícipes de sus delicias infinitas. Pero gran número de ellos prefirió la satisfacción de su orgullo a las glorias beatíficas de la divina caridad.

Creó a nuestros primeros padres para una felicidad que sobrepasaba desmedidamente las más exigentes aspiraciones del corazón humano. Ellos, sin embargo, se desviaron con ingratitud de su Soberano bienhechor.

Dios no se podía quedar con esa doble derrota; se debía a Sí mismo un desagravio esplendoroso. Entonces, si así me puedo expresar, el Artista incomparable se puso nuevamente a la obra. Concibió la idea de una criatura admirable, que excedería en belleza al hombre en el esplendor de su inocencia original y cuya radiante perfección haría palidecer a la de los ángeles más resplandecientes. Cuando los tiempos se completaron, Dios realizó plenamente esa obra maestra de su inteligencia y de su amor: hizo a la Virgen María.

El primer privilegio que le concedió fue el de la Inmaculada Concepción.

Interesa comprender bien en qué consiste este privilegio único.

Un florón de gloria

El Altísimo no se contentó en crear a María en estado de gracia, como hizo con los ángeles y con nuestros primeros padres. Él adornó su alma de todas las virtudes en un grado tan eminente, que nuestros espíritus no pueden concebir un esplendor semejante. Los teólogos nos enseñan que la Santísima Virgen, en ese primer instante de su vida, sobrepujaba en perfección no sólo al ángel más elevado, sino a todos los ángeles y todos los santos reunidos.

Cuando el Papa Pío IX definió el dogma de la Inmaculada Concepción, el universo católico exultó de alegría. Los cañones del Castillo de Sant’Angelo, donde el estandarte pontificio aún tremolaba en la diáfana luz de Roma, anunciaron al mundo la feliz noticia.

En todos los países los fieles manifestaron su alegría; en muchas grandes ciudades decoraron espontáneamente las casas y las iluminaron. Se comprende que los corazones cristianos se llenen de júbilo al ver colocado un nuevo florón de gloria en la corona de su Madre.

Cuéntale tus tristezas a María

Cree firmemente, con San Bernardo, que nunca invocarás en vano a nuestra Madre del Cielo.

Confíale los intereses de tu alma. Ella te fortificará en las tentaciones y te dará una pequeña centella de su amor por Jesús, y esa chispa iluminará en tu alma el dulce fuego de la divina caridad.

Confíale las penas de tu corazón. ¿Estás herido por aquellas ingratitudes y frialdades, tan crueles cuando proceden de personas tiernamente amadas? ¿Estás quebrado por aquellos lutos que matan de un golpe la alegría de sus pobres existencias? Cuéntale tus tristezas a María: Ella te consolará y tus lágrimas de tristeza se transformarán en llantos de gratitud.

Confíale tus preocupaciones materiales. Ella conducirá del mejor modo tus negocios, de manera que atiendan a sus verdaderos intereses.

En todas tus dificultades, en toda circunstancia, en todo momento, mira hacia la dulce Estrella del Mar, invoca a María – respice stellam, voca Mariam



  




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